La roca apostólica

La roca apostólica



Islas de San Pablo en la bahía homónima al norte de Malta.

En torno al año 60 d.C., San Pablo se enfrentaba a un proceso de persecución que llegaba a su fin. Muchos de aquellos que le acusaban trataban de apresarlo y ejecutarlo, pero, al tratarse de un ciudadano romano, condición que le pertenecía por derecho de nacimiento, esto era imposible sin un juicio según la ley romana. Pablo, de hecho, conocedor de estos requerimientos jurídicos, apeló al césar. Así que, conforme a derecho, fue embarcado con destino a Roma, un tragó que Dios no le ahorró. Tan dura fue la travesía -pensemos en este viaje adecuado a los pobres usos del siglo I y tratando de cruzar medio mar Mediterráneo- que sufrieron incluso un naufragio hacia el final del viaje. Por virtud de los vientos, San Pablo acabó tocando tierra en una pequeña isla siquiera tenida en cuenta por él cerca de la costa siciliana. Este hecho, recogido en los Hechos de los Apóstoles como el naufragio de Pablo en la isla de «Melite», fue determinante para una nueva vertiente de su misión, ya que al final empeñó en esta isla tres meses antes de partir rumbo a Roma, durante los cuales se dedicó, como no podía hacer de otra manera, a predicar el evangelio de Jesucristo. Nada más llegar, sabemos por tradición que predicó, curó enfermos e instituyó pastores, sucesores apostólicos, para que guiasen a la recién nacida comunidad cristiana en la isla. Cuatro siglos después de este hecho, durante los cuales los frutos de esta peripecia paulina parecen olvidados para la historia, aparece un obispo en el concilio de Calcedonia diciendo venir de esta isla y clamando ser sucesor del mismísimo San Pablo en su sede episcopal. Gracias a esto, de hecho, tenemos el primer documento histórico que atestigua la continuidad de la comunidad cristiana en este lugar tan particular. Es muy posible que los cristianos del continente europeo, y sobre todo del africano donde había muchos más, fueran conocedores de la existencia de cristianos en este peñón en medio del mar, pero no es hasta aquel momento que estos adquieren relevancia histórica. Esta isla, que hoy conocemos como Malta, tiene una historia de lo más enrevesada como pocos lugares en el mundo, y con ella también los cristianos que la habitan desde el naufragio de San Pablo.


La isla apenas notó las peripecias sufridas en el continente por la caída del Imperio Romano, aunque es posible que fuera saqueada por bárbaros alguna vez o incluso ocupada por los bizantinos. El momento más relevante en que su historia se empieza a volver estrambótica es ocupada por los musulmanes en su expansión por el Mediterráneo en el año 870. En los más de doscientos años que la ocuparon casi reemplazaron por completo a la población, quedando la comunidad cristiana reducida a mínimos y desconectada del resto de la Iglesia. Sin embargo, sabemos que en la isla el cristianismo fue tolerado, gracias a lo cual se aseguró la presencia de cristianos durante este tiempo. No fue hasta el año 1090 cuando los normandos, aquellos caballeros cruzados franceses súbditos del rey de Inglaterra, conquistaron la isla camino de Tierra Santa y la recuperaron para la cristiandad. Después de esto, los malteses han tenido que ver pasar infinidad de ocupantes en su isla. La Corona de Aragón primero, y luego los reyes de España que dejaron su gobierno a la Orden de San Juan en Jerusalén, una antigua orden nobiliaria cristiana, actualmente conocida como la Orden de Malta. Los turcos la asediaron y fue liberada por la Orden y los españoles, la conquistaron los franceses al mando de Napoleón, la ocuparon los británicos y hasta la bombardearon los alemanes en la Segunda da Guerra Mundial. Pocas historias son tan movidas y variadas. Sin embargo, en la isla perdura sólo una cosa: la fe.

El fundamento de los apóstoles es inquebrantable. Allí donde arraiga la predicación de los apóstoles, la fe sobrevive porque está vivificada por el Espíritu Santo. Hay numerosos pueblos cristianos que, a lo largo de la historia, han sufrido persecuciones e incluso exterminios y, aun contra todo, de cuya fe hoy en día todavía podemos dar testimonio. Muchas veces es incluso la sangre de los mártires la que riega de autenticidad la tierra sobre la que dan frutos de fe las comunidades cristianas. Actualmente, Malta está poblada por algo más de 475.000 personas, de las cuales más de un 85% son católicos, sin contar con cristianos de otras confesiones como ortodoxos, protestantes o incluso algunos anglicanos que quedan de la herencia británica, que nunca cuajó del todo. Es admirable cómo un pueblo mínimo y por ciertas circunstancias aislado en cierto grado del devenir de la historia de la Iglesia en Europa, conserva su fe bien fundamentada en la roca apostólica que sobre la que se sembró veinte siglos atrás. De hecho, tan arraigada está la fe en su sociedad que las leyes civiles aún recogen muchos principios cristianos de los que la vieja Europa ya ha renegado hace mucho. Incluso el catolicismo se reconoce como religión del Estado, lo cual ya es más opinable pero no deja de ser característico.

Hoy recordamos especialmente este rincón de nuestro viejo mundo porque en los próximos días, el Santo Padre Francisco visitará las islas de este pequeño país para reencontrarse con tantos cristianos que allí viven y que aún mantienen viva la fe en la sociedad en la que Dios les ha colocado para realizar su misión apostólica. El ímpetu apostólico de este pueblo se remonta al verbo encendido de Pablo de Tarso, de modo que no es en absoluto despreciable.
 
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