Una vez pase la cuaresma, comenzarán las comuniones.
Durante varias semanas de pascua, generalmente durante el mes de mayo, en
España sigue bien arraigada la costumbre de celebrar las primeras comuniones,
las misas en las que cientos de niños ataviados con vistosos trajes reciben por
primera vez en su vida el sacramento de la eucaristía. Normalmente, a la misa
suele seguir una celebración con familia y amigos en la que se come, se bebe,
se hacen regalos, se baila, etc. Es algo así como una boda en miniatura, para
gozo de los más pequeños y también de los adultos, una celebración familiar
entrañable. Es, al menos, lo que ocurre en España. Me consta que la costumbre
no es así en el resto de Europa, pero desconozco hasta qué punto se parecen las
primeras comuniones en el resto de las naciones hispanas a nuestro particular
uso. Hablo de lo que sé, y aquí es así.
Como norma general, los niños reciben su primera
comunión en torno a los nueve años. Luego, si continúan en catequesis, reciben
el sacramento de la confirmación cuando ya son más maduros, por lo general poco
antes de los dieciséis. Sin embargo, no siempre fue así. En los inicios de su
pontificado, el papa Pío X, el primero elegido en el siglo XX, quiso reformar
la práctica de la iniciación cristiana. Hasta el momento, no se admitía tan a la
ligera el acceso de los niños a la eucaristía, y por motivos bien razonables.
Parece que el que es el culmen y compendio de toda la vida cristiana es un
sacramento que requiere de un reconocimiento y uso de razón especiales, más que
otros, cosa que podríamos decir que los niños parecen no tener. Sin embargo, en
su entrañable afabilidad, el papa santo quiso que los niños, tan piadosos en su
tiempo en los lugares donde la fe cristiana seguía bien viva en los pueblos más
arraigados, pudiesen acceder antes a recibir la sagrada comunión, siendo
conscientes, eso sí, de la dignidad tan excelsa de aquello que recibían. Suele
omitirse, por ejemplo, que, al mismo tiempo que permitió que los niños de al
menos siete años recibiesen la comunión, insistió explícitamente en que con la
misma edad comenzasen también a frecuentar el sacramento de la penitencia, para
recibir el anterior dignamente. Completada la conveniente catequesis, los niños
podrían comulgar el sagrado Cuerpo del Señor toda vez que fueran capaces de
distinguir que, bajo la apariencia del pan, está presente Nuestro Señor
Jesucristo vivo y verdadero, Dios y hombre.
Este criterio arraigó en la Iglesia, como el santo
padre quiso. Acabó por ser práctica común que los niños de entre siete y diez
años recibiesen la comunión. Sin embargo, sin haber sido objeto de la reforma,
este sacramento fue “independizándose” litúrgicamente del de la confirmación,
que quedó para más tarde. Así es como hoy tenemos el orden común de la
iniciación cristiana: bautismo, eucaristía y confirmación. Y esto no tiene que
ser necesariamente un problema, a pesar de que los primeros cristianos tuviesen
bien claro que la eucaristía era, sin discusión, el pináculo de toda la iniciación
y la vida entera del cristiano. Si debía de haber algún final que diese por perfeccionada
la iniciación del fiel discípulo de Cristo esa era la perfecta comunión con Él
en su Cuerpo y su Sangre. Y no les faltaba razón. Sin embargo, está claro que
los usos y costumbres de la Iglesia en lo litúrgico y en lo pastoral durante toda
su historia han respondido a las necesidades del Pueblo de Dios. La Tradición apostólica
queda siempre preservada, gracias a la acción del Espíritu Santo, pero está
claro que las formas que los agentes del apostolado de todos los tiempos han usado
han sido las mismas que han aprendido en las sociedades en que existieron. En
otras simples palabras, la Iglesia no sigue celebrando y viviendo su fe de la
misma forma que en el siglo II porque ya no estamos en el siglo II.
Ahora bien, sabiendo todo esto, no debería bastarnos
el hecho de saber que nuestra práctica ya es diferente de aquella que era común
hace más de cien años. El criterio por el cual la práctica pastoral se puede
considerar adecuada no es la reforma respecto al pasado, sino su capacidad de
responder a la realidad ante la que se encuentra. Y, de hecho, podemos constatar
que la forma que tenemos de celebrar las primeras comuniones no es en absoluto adecuada.
Primero está la cuestión de la edad. No sé con
certeza cómo eran los niños de siete años en 1914, pero si de algo estoy seguro
es de que los de hoy ya no son iguales. Por lo pronto, la inmensa mayoría de
ellos no reciben el anuncio de la fe ni en su familia ni en la sociedad en la
que viven, si consideramos el amplio panorama de occidente en general. Es muy
poco realista afirmar que los niños a los que hemos vestido de gala y fiesta, rodeado
de sus mejores amigos y sus familiares que lo tratan como el centro de la celebración y colmado de regalos que afirman esta idea están recibiendo el Cuerpo
del Señor conscientemente convencidos de lo que están haciendo. Y he de insistir en que,
seguramente, esto no se deba tanto a la perversión de la fiesta que los adultos
hemos perpetrado como a la poca fe que han recibido de sus mayores. Es una
pregunta recurrente pero siempre oportuna: ¿cuántos de esos niños continúan su
vida de fe después de haber llegado al culmen de su vida cristiana, que es el
acceso a la eucaristía? ¿Cuántos tomarán el hábito de confesarse, acudir a la
misa dominical o de hacer oración aun a su tierno modo infantil? En pocas
palabras, ¿cuántos han conocido a aquel cuyo Cuerpo han comulgado?
Nos gusta mucho criticar lo más visible. Y no se lleven
a confusión; la crítica puede ser legítima. El problema es que no oigo a nadie
criticar la raíz del problema. Muchos de los niños de comunión no tienen fe, y
lo peor es que los responsables de su iniciación cristiana lo sabemos. Hablar
hoy de retrasar, no digo ya de negar, los sacramentos a los que no están
preparados es un tabú innombrable para quienes no quieren enfrentarse a las
persecuciones de los que les censurarían por tomar tal decisión. Los
catequistas y delegados de
catequesis pueden tener parte de la responsabilidad, pero no se trata de buscar
culpables. Ahora bien, la práctica del clero en particular ha sido especialmente dañina en este asunto.
Venimos observando una extrema dejadez por parte de nuestros pastores en cuanto
al cuidado de la dignidad de los sacramentos, y prueba de ello es la
indiferencia a la hora de admitir a los que los vayan a recibir. Pero parece
como si traer propuestas como la rigidez respecto a los criterios de admisión a
los sacramentos o el cambio en el orden de la iniciación
cristiana fueran disparates propios de un desquiciado. Sacerdotes y
obispos por igual deberían revisar el criterio a aplicar en estas cuestiones.
Quizá no nos vendría mal sacrificar nuestra comodidad y buena imagen por un
poco menos de rigidez para cambiar los criterios de los hombres y un poco más
para aplicar los de Dios.