«Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17, 22-23). Con estas palabras del Señor podemos evocar perfectamente la situación de la Iglesia. Su unidad no se rompe, porque no puede. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, signo de su presencia real en el mundo, y como tal es indivisible. Por esa gloria que el Señor nos ha dado, por esa participación de su propia vida y amor, somos todos los bautizados «completamente uno». De esta manera, además, saben en el mundo que somos de Cristo, que nos ha enviado.
Sin embargo, los hombres, pecadores como somos, a lo largo de la historia, hemos malogrado este símbolo de unidad, haciendo que se pierda poco a poco, al menos, visiblemente. Es por esto que hoy podemos comprobar cómo los verdaderos hijos de la Iglesia, que hemos participado del único bautismo de Cristo, estamos visiblemente separados en grupos y congregaciones más o menos grandes, unas de las cuales son las Iglesias ortodoxas de oriente. Ahora bien, ¿qué nos separa verdaderamente de ellos y qué nos une?
Hay que entender bien esto en primer lugar: todos los bautizados según el mandato estricto del Señor (cf. Mt 28, 19) son verdaderos cristianos, hijos de la única Iglesia de Jesucristo. Es por esto que, no sólo los ortodoxos, sino los cristianos de muchas otras confesiones -que no todas- son legítimos hijos de la Iglesia. Entendido esto, podemos comprender que, siendo los ortodoxos verdaderos hijos de Dios, reciben también de Él su gracia que les permite confesar la fe verdadera. Esto podríamos también decirlo, por ejemplo, de anglicanos y luteranos, pero los ortodoxos en particular conservan algo que los mantiene unidos a la Iglesia tanto como lo estamos los católicos: la sucesión apostólica. Esta cuestión es la más importante al entender por qué la Iglesia católica guarda una estrecha relación con las ortodoxas, ya que por ella sabemos que sus ministros sagrados han recibido el verdadero sacramento del orden, sin interrupción desde los apóstoles cuando recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés. Los sacerdotes ortodoxos son verdaderos sacerdotes, y por eso los sacramentos de las Iglesias ortodoxas son verdaderos sacramentos. Gracias a esto, los bautizados en ellas reciben la misma gracia eficaz que los católicos por medio de los sacramentos, cosa que no se puede decir de ninguna otra confesión cristiana fuera de la Iglesia católica. Contemplando el orden de la gracia, no perece que haya distinción alguna entre nosotros.
Ahora bien, podríamos incluir la problemática de la doctrina, y es que, tras más de un milenio de división, estas Iglesias han desarrollado su propio magisterio al margen de Roma, de tal forma que ha podido diferir en algunos puntos de la teología y de la enseñanza de la fe. Es el caso, por ejemplo, de la curiosa cuestión del Filioque, una cláusula del credo añadida en la tradición occidental y latina posterior al Concilio I de Constantinopla y que no fue adoptada por los cristianos orientales de tradición griega, lo que se traduce en que hoy no es aceptada por los ortodoxos. Es de notar en este asunto que, tras la restitución de Miguel Cerulario por san Pablo VI al finalizar el Concilio Vaticano II, tanto él como el patriarca de Constantinopla, Atenágoras, recitaran juntos el credo de Nicea, anterior a la añadidura de esta cláusula y que los católicos podemos proclamar sin negar la fe en absoluto.
Otras cuestiones doctrinales atañen, por ejemplo, al celibato sacerdotal, que los ortodoxos no aceptan como obligatorio (aunque no así para los obispos); algunos detalles de la doctrina sacramental y, por supuesto, la primacía del obispo de Roma. Quizá este sería el obstáculo principal a salvar para restituir la unidad, y es que los ortodoxos no aceptan que el papa fuera nunca el primado de la Iglesia; no es para ellos el Vicario de Cristo. Apelan a una tradición según la cual siempre habría sido un obispo igual a todos, aunque en una situación especial de liderazgo por razón de su cargo, nunca con un ministerio particular. Sin embargo, es difícil sostener esta idea con fuentes históricas. La consecuencia principal de esta doctrina sea quizá hoy que la Iglesia ortodoxa se divida en Iglesias patriarcales nacionales que responden ante su cabeza particular, entre las cuales destaca el patriarca de Constantinopla (actual Estambul) entre ellos.
Sin embargo, salvando estas cuestiones, podemos aprender que las razones para la división de estas Iglesias respecto a la unidad fundada en Roma son mucho más de carácter histórico que teológico, dejando sólo algunas diferencias que se podrán salvar con el tiempo. De hecho, esto mismo quiere decir el nombre con el que referimos a estos cristianos no católicos, ὀρθόδοξος, del griego para «correcta opinión». Los cristianos -todos- confiamos en la promesa de Cristo de conservar la unidad de su Iglesia, que es sólo una, a pesar de las divisiones aparentes. Mientras tanto, a los católicos al igual que a los demás cristianos, nos corresponde adelantar esta gran alegría de la unidad implorando al Señor que nos la conceda cuanto antes.
El interior de la Catedral Ortodoxa Rusa de la Santísima Trinidad
Por Jesús Molina.