Cirilo I, Patriarca de Moscú y todas las Rusias.
No es extraño que, en numerosas ocasiones, los cristianos veamos en  nuestros pastores razones que nos hagan dudar de la autenticidad de su doctrina  y de sus intenciones. Esto es doloroso porque, para quien conserva un auténtico  deseo de amar a la Iglesia en todos sus miembros, es difícil tener que reconocer  los errores que la jerarquía a veces comete, por ignorancia o debilidad, en el  ejercicio de la misión que va inserta en su vocación sobrenatural. La realidad,  tristemente, es que esto a veces sucede. Además, no sólo eso. A veces, los pastores  de la Iglesia, con intenciones personales desordenadas, por lo general unidas la  política, son capaces de utilizar su posición en favor de sus intereses personales,  antes que por el bien de la Iglesia de Dios. Esto fue lo que, de algún modo, ocurrió  cuando Flaviano, en el 446, fue elegido patriarca de Constantinopla. Este,  inflamado por amor a la doctrina, trató de apartar de cargos importantes a  sacerdotes y autoridades que enseñaban el monofisismo, una doctrina que  defendía, entre complicados desarrollos, que Cristo no era un verdadero hombre,  sino un ser distinto.
Pero en este caso, la doctrina es lo de menos. Los seguidores de Eutiquio,  el principal autor y divulgador de estas doctrinas, se habían aprovechado ya del  favor del emperador bizantino Teodosio II, que a su vez aprovechaba la extensión  de estas doctrinas para apartar en todo lo posible de la unidad de Roma a una  Iglesia que controlaba cada vez más desde el poder imperial. Todos ellos se  habían hecho fuertes en la ciudad, y toda la controversia se resolvió cuando,  restituido en su autoridad el patriarca Flaviano por el papa san León Magno en  una célebre carta, se aprovechó este acontecimiento para desacreditar al obispo  de Roma por una supuesta injerencia ilegítima. La política usó el arma recurrente  que es la propaganda para exacerbar el odio de las masas hacia el papa, lo que  acabó, en una serie de acontecimientos más complejos, con el asesinato de  Flaviano y una Iglesia más dividida que nunca.
El Gran Cisma definitivo aún tardaría más de quinientos años en llegar  desde estos sucesos, pero conviene traerlos a la memoria cuando queremos  comprender la situación actual de las iglesias ortodoxas, como tratamos de hacer  en esta pequeña serie. Por la ambición de unos pocos, se plantó un odio que  germinó en división.
Huelga decir que hoy la situación no es esta ni por asomo. Las tradiciones  de las iglesias orientales están lo suficientemente asentadas como para necesitar  de fenómenos como este para desarrollar una identidad propia. Sin embargo, la situación que entierra sus raíces tan profundas en la historia aún es visible, en  cuanto que la Iglesia aún se duele por la separación de sus hijos.
Las iglesias ortodoxas se organizan en lo que se llaman iglesias autocéfalas  o autónomas. Esto quiere decir que cada una de esas comunidades, formadas  sobre sociedades nacionales, étnicas o lingüísticas a lo largo de la historia, tiene  una suprema autoridad y una jerarquía particular que la gobierna, igual que se  gobierna la Iglesia católica. La salvedad en su caso es que cada una de estas es  independiente y, si bien a lo largo de los siglos han conservado una doctrina  similar por el énfasis que estos cristianos ponen en la Tradición verdaderamente  apostólica de su fe, cada una tiene una forma de funcionar distinta y, por lo  general, un rito distinto, aunque similares también por su cercanía cultural. Estas  iglesias se sitúan mayoritariamente en doce países, todos ellos herederos de la  tradición cultural y social del Imperio Bizantino y del Imperio Ruso.
Actualmente son alrededor de 250 millones de fieles cristianos los  adscritos a estas iglesias, que en su mayoría son rusos. De hecho, Rusia es el país  con más creyentes ortodoxos del mundo, y la Iglesia Ortodoxa de Rusia es la más  influyente de todas, a pesar del peso histórico y simbólico de la autoridad del  patriarca de Constantinopla, antigua capital del Imperio. Es esta autoridad, de  hecho, la que ejerce en cierto modo como una autoridad moral primaria entre los  patriarcas ortodoxos, cada uno de los cuales gobierna su Iglesia particular. Es  reconocido, como clamaban en su momento para el Romano Pontífice, como  primus inter pares, primero entre iguales.
Visto todo esto, conociendo su situación actual, somos capaces de ver cuál  es la mayor flaqueza de estas iglesias, y es que no poseen un principio de unidad.  Como hemos visto en artículos anteriores, la sucesión apostólica y la gracia de  Dios por los sacramentos les asegura su autenticidad, pero la unidad es un valor  que han perdido. Y ya no sólo por la jerarquía, sino por los mismos miembros  que componen estas comunidades. Nos debe doler en el alma a los católicos ver  cómo estos cristianos que comparten en todo nuestra fe se ve privados de algo  que nos define esencialmente como cristianos, la unicidad del Cuerpo de Cristo,  que es la Iglesia.
La historia guarda a veces, como hemos visto, destinos crueles. Las  muchas son por interferencias políticas y de perversas intenciones. Lo que  podemos aprender de ella es a ser muy prudentes y a no causar, con nuestro mal  ejemplo y nuestra vanidad, un daño que pueda perdurar en el tiempo más de lo  que nos podamos imaginar.
Por Jesús Molina.
 
