Detalle de miniatura del Beato San Miguel de Escalada.
Recuerdo al detalle las películas basadas en las novelas de Dan Brown. Primero vino aquella sobre la famosísima novela «El Código da Vinci». El libro estaba repleto de invenciones históricas de gran calibre, y así lo estuvo también el metraje. No nos detendremos ahora en eso porque me quiero ocupar en un futuro próximo de hacer un comentario completo acerca del gran sinsentido que fue aquel libro, lo cual puede ser francamente divertido de hacer. Pronto será. Por ahora, me limito a reconocer otra obviedad sobre aquel hito en la cultura popular de los años 2000, y es que fue popularísima. A día de hoy, esta novela superventas roza ya casi las 80 millones de copias vendidas en todo el mundo en más de 40 idiomas. Y es que tiene gancho, no lo vamos a negar. El misterioso asesinato ritual de un trabajador del Louvre, un señor que resuelve crímenes descifrando acertijos que tienen que ver con el arte (comoquiera que se haga eso), templarios, antiquísimos secretos de la Iglesia, obispos malvados, nutridas dosis de leyenda negra y oscurantismo y hasta un romance de por medio. ¡Tiene de todo! Además, en la peli salen Ian McKellen y Tom Hanks, de los cuales me declaro fan incondicional, por cierto.
Luego vino la película «Ángeles y Demonios», que había sido un libro publicado sólo tres años antes del gran exitazo. Imagino que Mr. Brown, consciente de lo jugoso para su público de los misteriosos secretos escondidos por la Iglesia, se daba prisa en publicar cuantas entregas fueran posibles de las aventuras del simbólogo (lo que quiera que sea eso) Robert Langdon. Esta fue soberanamente aburrida, al menos la película, y con mucho menos impacto en la cultura popular. Pero si algo había quedado ya manifiesto era que el público demanda ocultismo. Nos da morbo, supongo. A juzgar por el éxito de estas entregas, existe un creciente interés por dar explicaciones enrevesadas y complejas por medio de conspiraciones e intrincadas estructuras ocultas a las preguntas que tenemos sobre lo que no conocemos bien. Y lo curioso de todo ello es que el público sabía bien que estas películas no eran documentales históricos o religiosos, no estaban pretendiendo explicar misterios que hubiesen sido desvelados, sino que eran puro entretenimiento, fantasías modernas con un tema llamativo. Y, sin embargo, no han faltado quienes se han creído a pies juntillas las historias tanto apasionantes como soporíferas, dependiendo del momento, protagonizadas por el profesor Langdon.
Y si la cosa acabase aquí podría verse como una anécdota en la cultura pop de nuestro tiempo, pero luego trajeron aún más cola las películas de posesiones demoníacas. Podemos remontar el éxito de este género al clásico de 1973 «El Exorcista», basada en la novela homónima, que resultó una obra maestra del género de terror. Lo que llama poderosamente la atención son las últimas dos décadas de producciones abundantemente nutridas de películas de este tipo, la mayoría bastante malas, por cierto. Muñecas poseídas, sacerdotes atormentados, exorcismos a tutiplén, casas endemoniadas, familias malditas y toda clase de cosas por el estilo al alcance de la imaginación. No puede ser más que llamativo que en una época dominada por la exigencia de rigor racional y científico crezca tanto la obsesión por algo aparentemente fantástico salido por lo general de guiones mediocres. Y no me extrañaría si se quedase en nada más que en lo que es, o sea, entretenimiento. Sin embargo, no nos falta experiencia de ver a quienes, absorbidos por una inexplicable superstición, se convencen de la conveniencia de prácticas esotéricas en sus vidas mientras tachan de absurdo el mensaje del Evangelio. Parece mentira que nosotros, tan modernos, caigamos en la trampa de creernos muchas locuras sólo por haberlas visto en el cine.
Las realidades sobrenaturales son muy diferentes de este cuadro porque tampoco escapan, como nada en este mundo, al poder de Dios. La Iglesia siempre ha reconocido la existencia de realidades sobrenaturales, desde que proclama su fe en un Dios «creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible». Ángeles y demonios, que no la peli, son verdades de nuestra fe. Existen y actúan según corresponde a su naturaleza espiritual. Son seres racionales y personales, como nosotros los humanos. Tan importantes son que, según nuestra fe, sabemos que fue un ángel quien anunció el gozo de la Encarnación a la Santísima Virgen. No puede dejar de sorprenderme, por tanto, que aún queden y proliferen teólogos y también sacerdotes que menosprecien o incluso nieguen la existencia de los ángeles, que no sólo adoran a Dios, sino que nos sirven y acompañan a nosotros, y también de los demonios. Flaco favor hacemos a nuestra fe cristiana cediendo ante un mundo perdido entre confusiones absurdas tomando una actitud de profunda indiferencia ante lo sobrenatural. Por experiencia puedo decir que pocas cosas hay tan divertidas como disfrutar y reírse en compañía de algunos amigos de un magnífico bodrio sobre posesiones y sustos frenéticos en el cine, pero que eso no nos haga apartar la vista de lo que debemos hacer por exigencia de nuestra fe: tratar de amistad a los santos ángeles a la vez que nos reímos de los demonios.
Luego vino la película «Ángeles y Demonios», que había sido un libro publicado sólo tres años antes del gran exitazo. Imagino que Mr. Brown, consciente de lo jugoso para su público de los misteriosos secretos escondidos por la Iglesia, se daba prisa en publicar cuantas entregas fueran posibles de las aventuras del simbólogo (lo que quiera que sea eso) Robert Langdon. Esta fue soberanamente aburrida, al menos la película, y con mucho menos impacto en la cultura popular. Pero si algo había quedado ya manifiesto era que el público demanda ocultismo. Nos da morbo, supongo. A juzgar por el éxito de estas entregas, existe un creciente interés por dar explicaciones enrevesadas y complejas por medio de conspiraciones e intrincadas estructuras ocultas a las preguntas que tenemos sobre lo que no conocemos bien. Y lo curioso de todo ello es que el público sabía bien que estas películas no eran documentales históricos o religiosos, no estaban pretendiendo explicar misterios que hubiesen sido desvelados, sino que eran puro entretenimiento, fantasías modernas con un tema llamativo. Y, sin embargo, no han faltado quienes se han creído a pies juntillas las historias tanto apasionantes como soporíferas, dependiendo del momento, protagonizadas por el profesor Langdon.
Y si la cosa acabase aquí podría verse como una anécdota en la cultura pop de nuestro tiempo, pero luego trajeron aún más cola las películas de posesiones demoníacas. Podemos remontar el éxito de este género al clásico de 1973 «El Exorcista», basada en la novela homónima, que resultó una obra maestra del género de terror. Lo que llama poderosamente la atención son las últimas dos décadas de producciones abundantemente nutridas de películas de este tipo, la mayoría bastante malas, por cierto. Muñecas poseídas, sacerdotes atormentados, exorcismos a tutiplén, casas endemoniadas, familias malditas y toda clase de cosas por el estilo al alcance de la imaginación. No puede ser más que llamativo que en una época dominada por la exigencia de rigor racional y científico crezca tanto la obsesión por algo aparentemente fantástico salido por lo general de guiones mediocres. Y no me extrañaría si se quedase en nada más que en lo que es, o sea, entretenimiento. Sin embargo, no nos falta experiencia de ver a quienes, absorbidos por una inexplicable superstición, se convencen de la conveniencia de prácticas esotéricas en sus vidas mientras tachan de absurdo el mensaje del Evangelio. Parece mentira que nosotros, tan modernos, caigamos en la trampa de creernos muchas locuras sólo por haberlas visto en el cine.
Las realidades sobrenaturales son muy diferentes de este cuadro porque tampoco escapan, como nada en este mundo, al poder de Dios. La Iglesia siempre ha reconocido la existencia de realidades sobrenaturales, desde que proclama su fe en un Dios «creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible». Ángeles y demonios, que no la peli, son verdades de nuestra fe. Existen y actúan según corresponde a su naturaleza espiritual. Son seres racionales y personales, como nosotros los humanos. Tan importantes son que, según nuestra fe, sabemos que fue un ángel quien anunció el gozo de la Encarnación a la Santísima Virgen. No puede dejar de sorprenderme, por tanto, que aún queden y proliferen teólogos y también sacerdotes que menosprecien o incluso nieguen la existencia de los ángeles, que no sólo adoran a Dios, sino que nos sirven y acompañan a nosotros, y también de los demonios. Flaco favor hacemos a nuestra fe cristiana cediendo ante un mundo perdido entre confusiones absurdas tomando una actitud de profunda indiferencia ante lo sobrenatural. Por experiencia puedo decir que pocas cosas hay tan divertidas como disfrutar y reírse en compañía de algunos amigos de un magnífico bodrio sobre posesiones y sustos frenéticos en el cine, pero que eso no nos haga apartar la vista de lo que debemos hacer por exigencia de nuestra fe: tratar de amistad a los santos ángeles a la vez que nos reímos de los demonios.
Por Jesús Molina.