Corona de rosas

Corona de rosas

El Papa Pío V y la batalla de Lepanto

Quizá haya que reconocer a regañadientes que, para las personas que no tienen fe, ya no cristiana, sino en cualquier entidad trascendente, para los ateos en sentido estricto, la idea de rezar es un sinsentido. Pueden pensar muchas cosas: que es inútil, absurdo o una pérdida de tiempo. No lo sé muy bien, la verdad. Cuando menos, les resultará extraño o incómodo encontrarse con alguien, ya no que haga oración mental o personal, sino que junto a sí se ponga a proferir oraciones una y otra vez, repitiéndolas sin parar para su sorpresa y estupor. Y quizá sea por esto que los intelectuales insoportablemente arrogantes, que se encuentran muchas veces a sí mismos en una posición de superioridad moral autoconcedida sobre las personas religiosas, se han atrevido a comparar acciones de litúrgicas y modos de hacer oración similares en todas las religiones como expresiones exclusivamente antropológicas. Les da igual el contenido, la fe auténtica que muchos de estos actos esconden, ellos no ven más que formas culturales primitivas expresadas de la misma manera. Qué tristeza tan pobre es ver el mundo así.

Las primeras constancias históricas que tenemos de una oración similar a lo que hoy es el santo rosario las encontramos en el siglo IX, y por supuesto no de la misma manera en que lo conocemos hoy. Lo cierto es que no sabemos mucho desde la ciencia histórica sobre el origen de esta eminente oración cristiana. Lo que nos dice la tradición es que, configurado ya como hoy lo conocemos, el rosario fue entregado a santo Domingo de Guzmán por la Santísima Virgen para que le sirviera como instrumento de oración y evangelización entre las gentes sencillas y perdidas por la herejía en el Mediodía francés de los siglos XII y XIII. Así hizo, fielmente, como ya sí que sabemos desde las fuentes históricas. Fue entonces cuando esta oración se extendió con fuerza por toda la Europa cristiana, y así perdura hasta hoy en todo el orbe católico como una de las prácticas de piedad y devoción más fundamentales de la vida de millones de cristianos. Muchos no dejan pasar un solo día sin rezar una parte del rosario.

Y esta historia es mucho más apasionante y fascinante cuando le unimos las revelaciones particulares en las que Dios, por medio de su Madre, nos ha mostrado cómo el rosario es una verdadera arma contra los enemigos de la fe, que es además muy poderosa en alcanzar la virtud y la santidad para las almas, así como la concordia y la paz para el mundo. Ahí están los ejemplos de apariciones tan importantes como las de Lourdes o Fátima, en las que la Virgen insiste muchísimo en mantener la oración del rosario por la paz en el mundo.

Es propio de ilusos pensar que una tradición tan arraigada en el pueblo cristiano y que, no sólo ha resistido los ataques de numerosísimos enemigos a lo largo de los siglos, sino que además se ha expandido y crecido por todo el orbe, pueda ser un simple mantra que mantiene distraídos a los creyentes. Nadie que tenga verdadera fe y confianza en la mediación de Santa María reza el rosario con esa actitud de distracción, de matar el tiempo. Mantener esta costumbre diaria puede ser una verdadera cruz difícil de cargar, y en cuanto tal es una nobilísima muestra de amor, en este caso a nuestra Madre, la Virgen. El rosario es, esencialmente, una ristra de piropos, palabras bonitas que, por mucho repetirlas, no sólo no pierden fuerza, sino que muestran más y más cada vez un amor sencillo y humilde. Los niños no son demasiado imaginativos con los piropos que lanzan a sus madres. “Te quiero, te quiero mucho”, serían capaces de decirles desde el corazón una y otra vez hasta aburrirnos, a todos menos a las madres en cuestión. Y, sin embargo, no por esto pensamos en un amor sin autenticidad. De hecho, todos queremos vivir en este amor, por Dios y por su Madre, porque «si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mc 18, 3).

Tal día como hoy, en el año 1571, la supervivencia de la cristiandad pendió de un hilo, haciendo depender el futuro de Europa de una decisiva batalla naval que acabó en alivio para el Occidente cristiano gracias a una holgada, aunque dura victoria. Tanta tensión pasó factura al papa san Pío V que, siendo hijo de santo Domingo, recurrió al auxilio de nuestra Madre María por medio de esta tradición que había recibido, y en acción de gracias por la protección brindada a la Iglesia y a Europa, tuvo a bien instituir la fiesta que hoy celebramos.

No os dé vergüenza jamás rezar el rosario. El mundo lo juzga con los ojos propios de gentes sin alma ni corazón, gentes sin fe que, aun siendo todavía humanos, han perdido la capacidad de apreciar la belleza en las sencillas expresiones de amor. Sacadlo en las plazas, en las calles, en las iglesias, en los trenes y autobuses, en los mercados y en las oficinas, en los campos, en los pueblos y ciudades, en todos los lugares que esperan desesperados la presencia de Dios en sus hijos. Es un arma poderosa, pero también un gesto de amor profundo y sencillo, como cualquier gesto de amor verdadero que se os pueda ocurrir, oculto, silencioso, sin brillo, pero cargado de cariño. Coronad de rosas a nuestra Madre, que no merece menos. Una y otra y otra vez. Nunca son suficientes. Cada día, al menos, cincuenta rosas a sus pies.
 
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