La época que vivimos es quizá, de las de toda la historia, en la que más se estima el carácter revolucionario. Con el permiso de la Revolución Francesa, nuestro tiempo se caracteriza por que, entre otras cosas, entendemos que es muy valioso que las personas tengan intención reformadora; nos solemos admirar ante aquellos que, indignados por la falta de coherencia o la hipocresía de ciertas instituciones o personas, se consumen en un deseo de cambio que les lleva a fantasear, cosa que a veces llevan a cabo, con tomar por su mano la espada justiciera y acabar con las injusticias imponiendo por su fuerza el cambio a mejor. Quizá por esto, en nuestro tiempo es también desgraciadamente popular admirar a ciertas personalidades políticas cuyo carisma reside en este ardor revolucionario que, por cierto, rara vez se traduce en nada real que no sea una mejora sustanciosa de sus propias vidas.
Los católicos que intentamos estar al día de la actualidad también percibimos, más o menos según el interés, cómo este ardor se cuela en la Iglesia. Es muy común ver a quienes comentan que tal o cual obispo debería hacer o deshacer tal o cual cosa, o que tal o cual documento del Papa debería decir o no decir tal o cual cosa, o que deberíamos cambiar a tal o cual sacerdote de tal o cual sitio, y demás opiniones atrevidas. Vaya por delante que creo que estas cosas se dicen con todo el derecho. Nada más lejos de nuestra libertad cristiana que guardar silencio por servilismo ante lo que nos puedan parecer injusticias dentro de la Iglesia. Nadie peca por opinar si no es en contra de nuestra fe o de la caridad. Lo que sí está claro es que rara vez estos atrevimientos de lenguas particularmente desatadas significan que nadie vaya a hacer nada al respecto. En pocas palabras, a muchos les parece que la Iglesia necesita reformas, pero muy pocos están dispuestos a reformar. Atendamos esta cuestión.
Es peligroso utilizar a la ligera la palabra reforma. Rápidamente podemos asociarla al suceso histórico que ocurrió en torno a las proposiciones de Martín Lutero de 1517 y el posterior revuelo teológico y político de la “Reforma” protestante. Es complejo de analizar, y por eso nos vamos a detenernos en él, pero solo diré que no satisface en absoluto el concepto de reforma. Si atendemos al hecho de que Martín Lutero, como se demostró al final de todo este suceso, lo que pretendía no era ni una reforma de la jerarquía eclesiástica ni una verdadera separación de la Iglesia y el Estado, sino que más bien creó una nueva jerarquía y la unió a nuevos estados, queda claro entonces que esto de reforma tiene más bien poco. Destruir las instituciones existentes para crear otras nuevas no necesariamente mejores no es una reforma, sino una revolución, y eso es profundamente anticristiano. La reforma vino después.
Existe un mito histórico comúnmente creído que postula que el Concilio de Trento y todo el proceso popularmente conocido como Contrarreforma no fue más que una simple reacción o respuesta de la Iglesia Católica a la crisis protestante. Es innegable que esta crisis, seguida de enfrentamientos y guerras, fue uno de los principales detonantes de este proceso interno de la Iglesia, pero reducirlo únicamente a una especie de inmovilismo por parte de la misma para cerrarse a los cambios novedosos y progresistas del luteranismo es un simplismo infantiloide. Las reformas nacidas del proceso tridentino supusieron un verdadero avance, no solo en términos doctrinales y religiosos, sino incluso políticos y administrativos de la Iglesia. Cuestiones tan simples para nosotros hoy como el registro de los bautismos en los libros parroquiales o la definición clara de quién puede y quién no puede recibir tal o cual sacramento fueron entonces introducidas por el concilio para hacer más eficaz la misión de la Iglesia, en definitiva, la pastoral y la evangelización. Por ejemplo, los obispos y los párrocos fueron obligados a residir dentro de sus jurisdicciones respectivas, es decir, en sus diócesis y en sus parroquias. Y es que una de las principales exigencias del concilio fue la formación y la idoneidad sacerdotales. Hasta aquel momento, el sacerdocio había sido un privilegio más que otra cosa para aquellos que podían recibirlo. Y no me refiero a que los recibían aquellos de clases altas que pudieran permitírselo, porque no era así, sino que era concedido a discreción según la conveniencia en cada lugar. Si hacían falta sacerdotes, se ordenaban y ya está. A partir de este momento, se exigiría una formación teológica y humana muy alta para acceder a este sacramento.
Lo que queda claro cuando miramos al siglo XVI y todas sus reformas en la Iglesia es que supuso un antes y un después. Fuera la reforma protestante la causa o no, lo cierto es que la Iglesia nunca volvió a ser la misma y que desde entonces se aseguró su independencia y su eficacia en la pastoral hasta hoy. La doctrina respecto a numerosísimas cuestiones, como los sacramentos, la gracia, la salvación, las escrituras, etc., fue definitivamente declarada en Trento, de tal modo que podemos estar seguros de que aquellos que promovieron todos estos cambios, sin duda muy sustanciosos y avanzados para su época, fueron los auténticos reformadores de su tiempo. Sin violar ni forzar la naturaleza de la Iglesia, que es Una, y sin profanar la jerarquía instituida por Jesucristo, respondieron a una vocación particular en su tiempo de servir a la Iglesia con su valentía y su santidad.
Hoy celebramos a uno de ellos, San Carlos Borromeo. Muchos otros merecen mención aparte, como San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Francisco de Sales, San Pío V y muchísimos otros más. Sin embargo, San Carlos fue especialmente significativo porque, no solo fue uno de los que, imbuidos por un ardor renovado emanado de los ejercicios espirituales de San Ignacio, predicaron y proclamaron una nueva forma de autenticidad y de regreso a la originalidad cristiana, sino que además fue de los primeros en aplicar los dictámenes del concilio con la única intención de renovar por completo la Iglesia que tenía a su cargo. Como arzobispo de Milán, convirtió a esta diócesis en la punta de lanza de la Iglesia reformada después de Trento. Impuso a sus sacerdotes la formación, fundó uno de los primeros seminarios de toda la historia, ejerció la caridad en primera persona llegando a asistir a los moribundos de peste en una epidemia declarada en su diócesis. Tal fue su implicación pastoral que murió exhausto de trabajar. Y a pesar de todo, no vemos en su vida ni un atisbo de repulsa a la autoridad o de resistencia a la jerarquía establecida. Supo cuál era su lugar como cristiano y al mismo tiempo hizo uso de su libertad como tal. El Papa Pío IV era su tío, y sin embargo nunca lo corrigió de sus excesos y errores formalmente, sino que con su ejemplo y testimonio llegó a conseguir que este mismo se convirtiera de sus malos hábitos.
Hoy nos encanta quejarnos. Cuando vemos que algo no funciona como nuestro pobre y escaso criterio piensa que debería funcionar, no tenemos ningún reparo en vociferar a los cuatro vientos cómo deberían ser las cosas desde nuestra sapientísima posición. Nos encanta hablar como si nunca nos fuéramos a equivocar, y sin embargo nos cuesta la misma vida dar ejemplo de buena conducta, caridad, comprensión, perdón y otras virtudes cristianas que son exigencias del seguimiento de Jesucristo. La Iglesia, que siempre está necesitada de reforma, necesita por tanto de reformadores. Sin embargo, la Iglesia no se reforma atacando con lengua afilada a sus jerarquías o a sus obras, sino con convicciones firmes de cristianismo auténtico que lleven a un verdadero testimonio y a un trabajo incansable por la santidad personal y de las comunidades en las que se vive. Igual que la paz universal empieza por la paz de los corazones, la santidad de la Iglesia empieza por la de cada uno de sus hijos. Desde luego, lo que la Iglesia nunca ha necesitado son revolucionarios. A estos les gusta más la política; mejor que se queden ahí.
Los católicos que intentamos estar al día de la actualidad también percibimos, más o menos según el interés, cómo este ardor se cuela en la Iglesia. Es muy común ver a quienes comentan que tal o cual obispo debería hacer o deshacer tal o cual cosa, o que tal o cual documento del Papa debería decir o no decir tal o cual cosa, o que deberíamos cambiar a tal o cual sacerdote de tal o cual sitio, y demás opiniones atrevidas. Vaya por delante que creo que estas cosas se dicen con todo el derecho. Nada más lejos de nuestra libertad cristiana que guardar silencio por servilismo ante lo que nos puedan parecer injusticias dentro de la Iglesia. Nadie peca por opinar si no es en contra de nuestra fe o de la caridad. Lo que sí está claro es que rara vez estos atrevimientos de lenguas particularmente desatadas significan que nadie vaya a hacer nada al respecto. En pocas palabras, a muchos les parece que la Iglesia necesita reformas, pero muy pocos están dispuestos a reformar. Atendamos esta cuestión.
Es peligroso utilizar a la ligera la palabra reforma. Rápidamente podemos asociarla al suceso histórico que ocurrió en torno a las proposiciones de Martín Lutero de 1517 y el posterior revuelo teológico y político de la “Reforma” protestante. Es complejo de analizar, y por eso nos vamos a detenernos en él, pero solo diré que no satisface en absoluto el concepto de reforma. Si atendemos al hecho de que Martín Lutero, como se demostró al final de todo este suceso, lo que pretendía no era ni una reforma de la jerarquía eclesiástica ni una verdadera separación de la Iglesia y el Estado, sino que más bien creó una nueva jerarquía y la unió a nuevos estados, queda claro entonces que esto de reforma tiene más bien poco. Destruir las instituciones existentes para crear otras nuevas no necesariamente mejores no es una reforma, sino una revolución, y eso es profundamente anticristiano. La reforma vino después.
Existe un mito histórico comúnmente creído que postula que el Concilio de Trento y todo el proceso popularmente conocido como Contrarreforma no fue más que una simple reacción o respuesta de la Iglesia Católica a la crisis protestante. Es innegable que esta crisis, seguida de enfrentamientos y guerras, fue uno de los principales detonantes de este proceso interno de la Iglesia, pero reducirlo únicamente a una especie de inmovilismo por parte de la misma para cerrarse a los cambios novedosos y progresistas del luteranismo es un simplismo infantiloide. Las reformas nacidas del proceso tridentino supusieron un verdadero avance, no solo en términos doctrinales y religiosos, sino incluso políticos y administrativos de la Iglesia. Cuestiones tan simples para nosotros hoy como el registro de los bautismos en los libros parroquiales o la definición clara de quién puede y quién no puede recibir tal o cual sacramento fueron entonces introducidas por el concilio para hacer más eficaz la misión de la Iglesia, en definitiva, la pastoral y la evangelización. Por ejemplo, los obispos y los párrocos fueron obligados a residir dentro de sus jurisdicciones respectivas, es decir, en sus diócesis y en sus parroquias. Y es que una de las principales exigencias del concilio fue la formación y la idoneidad sacerdotales. Hasta aquel momento, el sacerdocio había sido un privilegio más que otra cosa para aquellos que podían recibirlo. Y no me refiero a que los recibían aquellos de clases altas que pudieran permitírselo, porque no era así, sino que era concedido a discreción según la conveniencia en cada lugar. Si hacían falta sacerdotes, se ordenaban y ya está. A partir de este momento, se exigiría una formación teológica y humana muy alta para acceder a este sacramento.
Lo que queda claro cuando miramos al siglo XVI y todas sus reformas en la Iglesia es que supuso un antes y un después. Fuera la reforma protestante la causa o no, lo cierto es que la Iglesia nunca volvió a ser la misma y que desde entonces se aseguró su independencia y su eficacia en la pastoral hasta hoy. La doctrina respecto a numerosísimas cuestiones, como los sacramentos, la gracia, la salvación, las escrituras, etc., fue definitivamente declarada en Trento, de tal modo que podemos estar seguros de que aquellos que promovieron todos estos cambios, sin duda muy sustanciosos y avanzados para su época, fueron los auténticos reformadores de su tiempo. Sin violar ni forzar la naturaleza de la Iglesia, que es Una, y sin profanar la jerarquía instituida por Jesucristo, respondieron a una vocación particular en su tiempo de servir a la Iglesia con su valentía y su santidad.
Hoy celebramos a uno de ellos, San Carlos Borromeo. Muchos otros merecen mención aparte, como San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Francisco de Sales, San Pío V y muchísimos otros más. Sin embargo, San Carlos fue especialmente significativo porque, no solo fue uno de los que, imbuidos por un ardor renovado emanado de los ejercicios espirituales de San Ignacio, predicaron y proclamaron una nueva forma de autenticidad y de regreso a la originalidad cristiana, sino que además fue de los primeros en aplicar los dictámenes del concilio con la única intención de renovar por completo la Iglesia que tenía a su cargo. Como arzobispo de Milán, convirtió a esta diócesis en la punta de lanza de la Iglesia reformada después de Trento. Impuso a sus sacerdotes la formación, fundó uno de los primeros seminarios de toda la historia, ejerció la caridad en primera persona llegando a asistir a los moribundos de peste en una epidemia declarada en su diócesis. Tal fue su implicación pastoral que murió exhausto de trabajar. Y a pesar de todo, no vemos en su vida ni un atisbo de repulsa a la autoridad o de resistencia a la jerarquía establecida. Supo cuál era su lugar como cristiano y al mismo tiempo hizo uso de su libertad como tal. El Papa Pío IV era su tío, y sin embargo nunca lo corrigió de sus excesos y errores formalmente, sino que con su ejemplo y testimonio llegó a conseguir que este mismo se convirtiera de sus malos hábitos.
Hoy nos encanta quejarnos. Cuando vemos que algo no funciona como nuestro pobre y escaso criterio piensa que debería funcionar, no tenemos ningún reparo en vociferar a los cuatro vientos cómo deberían ser las cosas desde nuestra sapientísima posición. Nos encanta hablar como si nunca nos fuéramos a equivocar, y sin embargo nos cuesta la misma vida dar ejemplo de buena conducta, caridad, comprensión, perdón y otras virtudes cristianas que son exigencias del seguimiento de Jesucristo. La Iglesia, que siempre está necesitada de reforma, necesita por tanto de reformadores. Sin embargo, la Iglesia no se reforma atacando con lengua afilada a sus jerarquías o a sus obras, sino con convicciones firmes de cristianismo auténtico que lleven a un verdadero testimonio y a un trabajo incansable por la santidad personal y de las comunidades en las que se vive. Igual que la paz universal empieza por la paz de los corazones, la santidad de la Iglesia empieza por la de cada uno de sus hijos. Desde luego, lo que la Iglesia nunca ha necesitado son revolucionarios. A estos les gusta más la política; mejor que se queden ahí.
Por Jesús Molina.