Autenticidad navideña

Autenticidad navideña




¡Por fin invierno! Este ha sido uno de los años más calurosos que recuerdo, con uno de los veranos más largos que yo haya vivido. Es cierto que es una afirmación muy local, porque no en todas partes habrá sido así. Es más, hay a quienes ahora (los que más, de hecho) se les acerca sin piedad el verano austral. Pero tenía que decirlo. Me encanta el invierno. No sólo por el clima, que en gran parte es por eso, sino por el ambiente que se respira. La gente se abriga y el día se oscurece, todo es más reservado y tranquilo. Las terrazas se vacían para llenar el interior de los locales donde ahora apetece mucho más tomar un buen café que una cerveza bien fría. Llueve y con la lluvia se aclara el aire, se refresca el tiempo y se limpian las calles. Hasta hay donde nieva, que no es por desgracia el caso de donde yo vivo. También se está mucho más a gusto en casa, leyendo, trabajando o haciendo cualquier otra cosa, eso sí, siempre bien abrigado. Incluso parece hasta más fácil rezar, pues donde antes incomodaban el sudor y el sueño, ahora es inevitable estar fresco y despierto. Insisto, esto es muy personal. Opiniones hay muchas, esta es la mía. Me encanta el invierno.

Soy muy pesado con este asunto, lo reconozco. Y lo soy tanto que algunos empezarán a molestarse y pensarán que soy un pagano. - ¡¿Qué es eso del invierno?! -, me dirán. - ¡Querrás decir el adviento! -. Alguno incluso se atreverá a acusarme de estar alineado con el mundo, que ha apartado a Cristo de estas fiestas que son esencial, intrínseca e irremediablemente cristianas. Y es cierto, lo son. En menos de un mes vamos a celebrar el nacimiento de nuestro Salvador, y nada más. No podemos tener nada en contra de aquellos que se reúnen en familia sin más objeto que eso mismo. La familia y la fraternidad son necesariamente buenos, y muchos, sin ninguna intención cristiana, reservan este tiempo para encontrarse con los que normalmente no es posible hacerlo. Pero es cierto que los cristianos no podemos tener sólo ese motivo para celebrar. Si son fiestas, lo son en virtud de conmemorar y actualizar el nacimiento de Jesús. Un cristiano no puede pasar esto por alto. El cristiano, precisamente por serlo, no puede celebrar una navidad sin Jesucristo.

El problema, como siempre, viene cuando nos invade la intensidad. Desde hace bastante oigo muchas voces de queja en la Iglesia a cuenta de la forma de marcar estos días del año que tienen nuestras sociedades y nuestras autoridades. He oído criticar que se decoren las calles con muérdago en lugar de imágenes del niño Jesús, que los ayuntamientos retiren o siquiera desplacen los belenes de la vía pública, que no se corone un árbol con una estrella, que la gente no recuerde precisamente de dónde viene la simbología de esa misma estrella, que se utilicen luces intermitentes sin ningún tipo de referencia religiosa, que se compren regalos, que las tiendas se llenen de espumillón y árboles pero no de nacimientos, y un interminable etcétera. Y en la cumbre de todo está Papá Noel. Hacia pocos personajes, reales o ficticios, he oído proferir las infamias, insultos, descréditos e improperios que este pobre anciano lapón ha tenido que recibir. Parece como si fuera la mismísima encarnación del maléfico consumismo capitalista, globalista y “neoliberal” que las élites anticristianas de la demoníaca sociedad posmoderna nos han impuesto para destruir todo lo de bueno que hay en este mundo perdido. ¡Maldito seas, Papá Noel, por los siglos!

Así de ridícula es la intensidad. Pero ahora en serio, ¿alguien se cree que podemos gastar nuestras energías en pedir a las autoridades políticas y a la sociedad descreída que nos ha tocado en suerte que engalane la navidad como si estuviésemos en 1950? Perdéis el tiempo; dejaos de activismos. No lo puedo decir más claro: del Estado y de la sociedad de nuestro tiempo no podemos esperar manifestaciones de fe, y no porque sean malvados (aunque el Estado, la verdad, un poco sí que lo es), sino porque no es su trabajo. No es responsabilidad de la sociedad, a la que tanto nos complace criticar a boca llena, hacer de la navidad algo auténticamente cristiano. Esa responsabilidad es nuestra. No encanta echar balones fuera, descargar el peso hacia otro mientras descansamos. Nos cansamos de gritar lo malo que es el mundo, progresista y anticristiano, porque no nos pone el belén en la plaza del pueblo. ¡Pues que no lo pongan! Pero, ¿lo has puesto tú en tu casa y, lo que es más importante, en tu corazón?

Hemos desplazado el centro de nuestra atención en esta cuestión. Quizá con el ánimo de revestir de autenticidad cristiana nuestras celebraciones sociales, y en particular las navideñas, hemos acabado por pensar que el camino más rápido es contar para ello con los que no tienen ninguna intención en absoluto de hacer esto, a saber, el poder político y la masa social. A todos nos gustaría una navidad que lo fuera de verdad, con Cristo en el centro. Lo que ocurre es que esta navidad ideal no es necesariamente promocionada por los que son ajenos a Cristo. ¿Cómo podemos pedir que esperen su venida los que no le conocen? ¿Acaso alguien puede pensar en los primeros cristianos exigiendo una sincera felicitación navideña de parte del César? No tiene sentido tampoco hacerlo hoy. El César no está de nuestra parte, y resulta que el demonio tampoco, y no por eso intentamos convencerle. Más conviene reírse de él. Así que será mejor que celebremos auténticamente la navidad en nuestros hogares, familias y comunidades donde daremos ante el mundo verdadero testimonio de esperanza en la venida de nuestro único Salvador. Mejor es que nos sacudamos nosotros el paganismo que hemos dejado que nos domine antes de exigirles a los paganos de hoy que se hagan cristianos de pega por unos días.
 

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