Pongámonos en la piel de un joven en la Gran
Bretaña del siglo IV. La vida no era fácil en absoluto por entonces. De los
romanos hace ya tiempo que no se tiene ni rastro en el norte de la isla y los
bárbaros de más al norte del Muro de Adriano, que separaba lo que hoy son
Escocia e Inglaterra, cruzaban constantemente a saquear las poblaciones algo
más civilizadas al sur del muro. Y todo eso por no hablar de los medios de
vida, que eran prácticamente nulos en un lugar en el que el comercio escaseaba y
todo dependía del trabajo del campo, un campo por otra parte no demasiado
cultivable. Suerte que, en este caso, el joven británico era hijo de un cristiano
romano con cierto cargo militar, así que seguramente no escasearon recursos en
su infancia. Sin embargo, poco duró la parte más fácil de su vida, ya que en torno
a los dieciséis años fue apresado por piratas procedentes del norte, los
escotos, esclavizado y llevado a través del mar a una isla no explorada antes
por los romanos para ser vendido a un señor local y quedar a su servicio. Hoy
habría sido un trauma, pero el joven, Patricio de nombre, se sobrepuso y,
llegado el momento, escapó con una pericia extraordinaria, evitando ser
apresado de nuevo en un lugar absolutamente desconocido para él.
Patricio abandonó aquella isla, en la que había pasado los años de su juventud y donde tuvo la oportunidad de conocer las costumbres y la lengua de sus habitantes que eran, por lo demás, desconocidos para los romanos. No sabemos con exactitud dónde desembarcó, pero él mismo confiesa en sus memorias que, una vez vuelto al continente sólo estaba seguro de una cosa: debía volver. Un joven que, liberado de la esclavitud y con ocasión de aprovechar su posición y su formación para labrarse un futuro, que es el deseo de casi todos los jóvenes de nuestro tiempo, decide regresar al triste lugar donde fue esclavizado. Pero lo hace por una razón clara, y es que él era esclavo de otro señor, desde su juventud, desde el seno de su familia. Patricio estaba convencido de lo providencial de su secuestro, y es que los habitantes perdidos de aquella isla, que hablaban un idioma ignoto y tenían costumbres primitivas pedían sin saberlo y con gritos de dolor recibir la Buena Noticia de Cristo. Para él, la voluntad de Dios estaba claramente manifestada en los hechos, y precisamente por ellos había adquirido todos los recursos necesarios para utilizarlos en aquella causa.
Sabemos que marchó por Europa, buscando el lugar donde formarse religiosamente y, una vez recibida la ordenación episcopal y la encomienda de la misión evangelizadora en aquellas tierras como Obispo de Armagh, un lugar del que por el continente nadie había oído hablar, marchó al norte y volvió a cruzar el mar que un día cruzó obligado como el esclavo de unos bárbaros y que ahora cruzaba libérrimo como esclavo de Cristo. Una vez pisó aquella isla de nuevo, jamás la volvería a abandonar. San Patricio llevó la fe a la isla de Irlanda que, sometida a las constantes guerras de los clanes locales y a la religión de los druidas gaélicos, se encontraba en una situación de gran precariedad social, cultural y económica. Cuando este obispo valiente llegó, comenzó a predicar en el idioma irlandés que ya conocía, convirtió a muchos, estableció comunidades cristianas distribuidas por el territorio a la vez que un clero local y, lo más importante, se adaptó a la cultura local sin traicionar ni una coma de la nueva fe que traía de más allá del mar.
La historia de San Patricio, a quien celebramos hoy, es de sobra conocida, además de estar envuelta en numerosas leyendas y cuentos entrañables que nos dejan un testimonio fiable del cariño que profesan por él sus hijos en la fe. Gracias a su hazaña, pocos siglos después serían los monjes irlandeses los que cruzarían el mar de Irlanda en sentido contrario para evangelizar las tierras arruinadas por la caída del Imperio Romano del que el Irlanda jamás se tuvo noticia, todo en un engranaje perfectamente diseñado por la Providencia de Dios en el que San Patricio fue la pieza clave.
Lo que cabe preguntarse conociendo la historia de este gran héroe del Evangelio es cuántas llamadas de Dios se habrán perdido por el miedo, cuántas manifestaciones claras de su voluntad no se habrán llevado a cabo para una obra grande y buena porque los elegidos hayan preferido la comodidad de su hogar. San Patricio deseó volver al lugar donde fue esclavizado, cosa que los jóvenes de nuestro tiempo podrán entender como una absoluta locura, y todo porque sacan el amor de la ecuación. La de San Patricio fue una absoluta locura de amor, amor por aquella preciosa isla cubierta de verdes prados y de lluvias incesantes, por aquellas gentes humildes sometidas a pobreza, privaciones y esclavitudes, por todos los que no han conocido al verdadero Señor de la vida y por el mismo Dios a quien sirvió con toda su vida poniéndola a disposición de su amabilísima voluntad. Cuando una persona vive en el amor de Dios está claro que tiene una visión sobrenatural para comprender cómo los acontecimientos ordinarios de la vida son las señales de los caminos de su voluntad, y ese es el ejemplo que nos deja el santo obispo.
No pudo hacer otra cosa. No pudo volver a casa, ni buscar una carrera, ni por supuesto olvidar aquella isla que, una vez contemplada, se queda grabada en el corazón como en quien está enamorado. Y ya no la olvidas, doy fe. Sólo supo ofrecer su vida por el amor más grande que tenía sin importar las complicaciones, y así, por amor, dio a conocer aquel amor a los pueblos tristemente olvidados de aquella isla remota. Ojalá que aprendamos de este ejemplo y celebremos hoy las hazañas de este santo más que los motivos mundanos que tiene hoy el mundo para celebrar. Ojalá que nunca desechemos las llamadas de Dios en las cosas pequeñas para hacer algo grande y por amor. Muchos nos lo podrían agradecer en el futuro.
Feliz día de San Patricio.