Madre

Madre

 

     La cuestión sobre la mujer se ha vuelto hoy algo muy complicado y hasta indecible, cuando no debería haber cuestión alguna. Mejor dicho, ni siquiera parece que nadie tenga muy claro de qué interrogante se trata como para que tengamos que estar haciendo manifestaciones histriónicas de adhesión a la causa para poder ser aceptados como buenos ciudadanos, o más precisamente, ciudadanes. Existe un conflicto intelectual y moral que suscita un debate social y político que ocupa nuestras mentes, conversaciones y esfuerzos y que, por mucho que invertimos tiempo, palabras y dinero -mucho- no acertamos a resolverla. Hemos asistido esta semana, como cada mes de marzo, a un espectáculo público bastante singular. Si no lo califico de relevante, impactante o impresionante es porque resulta que ya no lo es. Sólo singular. Peculiar, si se prefiere. La realidad es que las manifestaciones feministas de la última semana resultan algo tan repetitivo para muchos y tan confuso para casi todos que aburren soberanamente, y todo por una causa que ya no sabemos definir.


     Podríamos remontarnos a las primeras sufragistas, pero basta con lo que hemos visto desde hace no mucho, porque estos movimientos cambian muy rápido. Primero era un cuestión de seguridad porque muchas mujeres sufrían violencia. Poco se habló de datos, solo de tragedias personales y desgarradoras. Y cuando ya empezaron a legislar según exigían aquellos casos mediáticos tan indignantes, se hacía necesario construir una narrativa que justificase las leyes hechas para la causa. Resulta que todo se debe a que las mujeres son oprimidas por su condición de mujeres, un caso claro de discriminación. La discriminación en nuestro tiempo, ya sea racial, religiosa (no toda), étnica, lingüística (que nos la están colando por la puerta de atrás) o sexual, se combate de la misma manera: enfrentando a las partes identificadas como discriminante y discriminado de tal manera que el segundo sea visibilizado de una forma tan grotesca y cargante en los medios y en la moral pública que este asunto se convierte en una verdadera religión de Estado. Así que eso es lo que tenemos ahora, una sociedad convencida de que, si alguien se atreve a proponer revisar los datos para comprobar si tal o cual discriminación es tan grave o tan real como la pintan, ese atrevido merece la peor calificación moral. Es un ser abyecto, un racista, un xenófobo, un homófobo, un machista. Lo que mejor le convenga según la cuestión. Y ya hemos cuadrado el círculo, el discriminante discriminado. Brillante.


     Entonces, ¿qué pasa con las mujeres? Las mujeres, puesto que sufren opresión por su condición, deben entonces liberarse de tal condición mientras, por supuesto, son conscientes de la maldad congénita de sus hermanos, padres, vecinos, amigos, o cualesquiera varones de su entorno. Hasta tal punto podemos llevar la justa causa de la igualdad que ya somos capaces, ¡oh divino progreso!, de reconocer que la persona es capaz de elegir su sexo, para ser libre de escoger si quiere ser víctima o verdugo en todo este juego. No sería de extrañar encontrarnos en el futuro con víctimas infinitas que no tuviesen sobre quién cargar la responsabilidad de su opresión.


     En toda esta perversión, este maravilloso y delirante viaje que hemos podido realizar, una cosa define a la mujer, que es su naturaleza de víctima. De esta manera, los así ideologizados pueden construir el conflicto por el cual las mujeres son capaces de alcanzar su meta supranatural, aquello a lo que están destinadas, llamadas por no se sabe muy bien quién, que es a superar sus opresiones y ocupar los más altos puestos de la sociedad. En pocas palabras, la mujer será libre cuando sea importante, famosa, poderosa. La mujer humilde, pobre y desgraciada tendrá que ser víctima el resto de sus días.


     Si alguno piensa que esta mentalidad mundana, según la cual el poder constituye la esencia de la dignidad de la vida humana, no ha entrado en la Iglesia, es un iluso. Es más, si alguno piensa así siendo fiel cristiano, está muy equivocado. “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo” (Mt 20, 26-27). La santidad pasa por la esclavitud a los demás, por hacerse dependiente de cuidar con amor las necesidades de nuestros semejantes. Y, visto así, no se me ocurre otra persona en la realidad más cercana a esta enseñanza que una madre.


     La madre es la que, por engendrar vida, de la que la nueva criatura es la primera beneficiada con el regalo más grande y valioso que jamás recibirá, se hace esclava de la vida a la que da a luz. Qué mal suena esto a los oídos del mundo y qué dulce a los de alguien que tiene verdadero amor. Cuando se ama no se quiere otra cosa que ser como verdadero esclavo del amado, del hijo, del hermano, del amigo, de Dios. Esto constituye la dignidad del hombre: el amor, no el poder, y por eso nada más digno en nuestra humanidad que ser madre, ser mujer, porque es la forma más visible gozar del amor, esto es, hacerlo carne. Por eso, los cristianos tendremos que reivindicar la bendita diferencia entre los dos sexos en que Dios nos creó, y es que a cada uno lo definió con algo tan irrenunciable como la capacidad o la imposibilidad de engendrar vida. Y no dependerá la dignidad de una mujer del hecho de que tenga hijos, pues su condición natural ya la ha convertido en alguien capaz de engendrar amor, hecha de tal manera que se desvivirá por el bien de los demás, por cuidar, proteger, trabajar, luchar y amar hasta el fin. Una mujer concibió el Amor en obediencia a la voluntad de Dios, lo hizo carne y, por su “sí”, todos hemos recibido el don de la vida eterna. Y esa mujer no es poderosa, rica, empoderada o feminista, sino algo que es tan valioso y digno que a su lado todo eso es basura. 


     Si no sabes lo que es un mujer, que hay quienes ya no saben ni responder a eso, entonces a los cristianos menos lecciones de lo que significa la feminidad, porque la mujer más digna, graciosa, bella y libre de todas, la más auténtica, más que si tuviese todo lo dicho, esa mujer es, antes que cualquier otra cosa, una madre, Nuestra Madre.

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