El arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, junto al papa Benedicto XVI en su visita apostólica al Reino Unido en 2010.
«La Iglesia, pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, fue instituida por nuestro Señor Jesucristo como el sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Así comenzaba Benedicto XVI la constitución apostólica Anglicanorum coetibus, con la cual constituía una institución particular en la Iglesia para acoger a los anglicanos que, cada vez más insistentemente, solicitaban acceder a la plena comunión con la Iglesia de Roma. Desde entonces, los anglicanos de todo el Reino Unido que quisieran unirse a la comunión católica ya no tendrían que abandonar casi ninguna de sus prácticas propias o sus comunidades, sino que, con su adscripción a esta nueva institución, el Ordinariato Personal de Nuestra Señora de Walsingham, que es jurídicamente equiparable a una diócesis, aceptaban el credo católico con una nueva forma de vivir y celebrar la fe, adecuada ahora en lo esencial a la única fe de la Iglesia.
También decía el papa en este documento que «toda división entre los bautizados en Jesucristo es una herida a lo que la Iglesia es y a aquello para lo que la Iglesia existe». La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y existe para anunciar el evangelio, y por eso se ve herida a causa de la división y, más gravemente aún, del enfrentamiento entre los cristianos. Cuando recibimos las constantes llamadas por parte del papa Francisco a colaborar con la labor ecuménica, conviene que nunca olvidemos que esta misión no se dirige sólo hacia los que no han recibido la fe cristiana, sino también hacia tantísimos bautizados que no viven plenamente la comunión con la única Iglesia. Todos los bautizados son hijos de la misma Iglesia. Sin embargo, la historia está repleta de rupturas dolorosas y violentas.
Actualmente hay iglesias cristianas dispersas por todo el mundo que han perdido o abandonado la unidad que se fundamenta en la Iglesia de Roma. Por ejemplo, hoy nos fijamos en la Iglesia de Inglaterra. No es cierto que este cisma ocurriera exclusivamente a causa de una disputa matrimonial del rey Enrique VIII. Aquel fue el detonante, pero fueron muchas las razones que llevaron a una separación que ocurrió en un proceso largo y doloroso, en el cual las intromisiones políticas en los asuntos de la Iglesia provocaron, como de costumbre, un crecimiento del odio en la sociedad unido a los sentimientos religiosos. Desde entonces, los católicos romanos de Inglaterra y luego también de todo el Reino Unido han sido una minoría acosada de una u otra forma por una sociedad que les era hostil. No sería hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando el espíritu reformador suscitado por numerosos intelectuales anglicanos,
entre los que destacaría eminentemente el católico converso y santo cardenal John Henry Newman, acabó por encender de nuevo el ferviente espíritu de los católicos que empezaron a crecer, no sólo en número, sino en actividad apostólica por el bien de la Iglesia. Desde entonces, los papas han favorecido, con la creación de instituciones propias y la restitución y reforma de las antiguas diócesis, a que la Iglesia vea un nuevo florecer de sus hijos en una tierra que le volvió la espalda con mucho dolor hace hoy casi quinientos años.
Los católicos, como podemos comprender de la historia reciente, deseamos ardientemente la unidad de todos los cristianos en la única Iglesia, y por eso estamos dispuestos, sin renunciar nunca a nuestra fe, a ser siempre los que tiendan con esfuerzo los puentes que faciliten este deber que tenemos con Dios y con los que nos han precedido trabajando por la unidad. La Iglesia ha dispuesto tantos medios como han sido necesarios para esto. Desde hace casi diez años existen también el Ordinariato Personal de la Cátedra de San Pedro, para los protestantes conversos de Estados Unidos y Canadá, y el Ordinariato Personal de Nuestra Señora de la Cruz del Sur, para los mismos fieles de Australia. Además, fuera del ámbito anglosajón, existen otras numerosísimas instituciones de la Iglesia dedicadas a acoger a todos los que se integren en la unidad.
Así oraba el Señor: «que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros». A nosotros, al menos, nos toca también rezar por la unidad de todos los cristianos.
Por Jesús Molina.