Es tan corriente como confuso hablar de la paz y de rezar por alcanzarla; podemos estar hablando de cosas muy distintas. En nuestro tiempo es muy frecuente oír en las parroquias y grupos católicos de todo tipo que debemos rezar por la paz del mundo. A nadie le parece esto extraño, porque no lo es. Como cristianos pesa sobre nosotros la obligación de ser fermento del mundo, pero la Iglesia de hoy necesita arrojar luz sobre cómo serlo. Veamos qué nos enseña la historia.
Ayer se cumplían 450 años de la batalla de Lepanto, en la que las naves de numerosas naciones cristianas cerraron definitivamente a los otomanos su avance y dominio sobre el Mediterráneo. La Liga Santa, como dio en llamarse a esta gran armada reunida para la ocasión, fue convocada por el papa san Pío V y comandada por don Juan de Austria, hijo de Carlos I de España. Fue, en palabras del ilustre Cervantes, que también luchó allí, «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados y presentes ni esperan ver los venideros».
¡La Iglesia convocó una batalla! El escándalo del posmoderno. Sin embargo, como hemos aprendido de la historia, todas las naciones cristianas conservaron gracias a ella sus bienes más preciados: la paz en sus tierras y la libertad de seguir explorando el mar, de comerciar y prosperar. El mismo Juan de Austria era un hombre de talante calmado y elegante que, asumiendo las exigencias de su posición, se lanzó a una aterradora y peligrosa misión en defensa de su tierra y sus hermanos. Don Juan, que era devoto cristiano a la vez que pecador -como tú y como yo- demuestra, por cierto, que no sólo en los santos encontramos ejemplos de virtud.
Ahora, volviendo al presente, miremos a la misma Iglesia europea que propició esta hazaña. Si en aquel momento tantos valientes acudieron a esta llamada en extremo no fue solamente por defender la sociedad de su tiempo, sino también por su fe. La fe cristiana era fundamento de unidad en Europa, y no escapa a nuestra vista que ya no es así. Fuera de la fe, nuestros gobernantes no van a encontrar más que buenos valores que sirvan para cohesionar nuestra sociedad, y es por esto que la Iglesia conserva fluidas relaciones diplomáticas con los gobiernos europeos. No es trivial, pues los cristianos sabemos que es nuestro deber, como fuerte unidad que somos, construir la unidad del mundo. La Santa Sede mantiene en la actualidad relaciones con 180 estados soberanos, además de con la propia Unión Europea. Sin estar presentes en la sociedad civil de nuestro tiempo, difícilmente trabajaremos efectivamente por la paz.
Aun con todo, la paz en el mundo está muy lejos de estar edificada, y acciones como las diplomáticas nos quedan muy lejos de lo que podemos hacer, así que los cristianos tenemos esto muy claro desde los primeros tiempos: no habrá paz en el mundo si no hay paz en los corazones. San Pío V instituyó la fiesta de Nuestra Señora del Rosario el mismo día de la victoria en Lepanto como acción de gracias a la Virgen por su auxilio, pero más manifiestamente aún por consolidar su intención de trabajar por la paz. El rezo del santo rosario y la devoción a la Santísima Virgen ensanchan los corazones de los cristianos para que construyamos la paz en nuestra vida ordinaria: en la parroquia, en la familia, en la comunidad, con los amigos, en la escuela, en el trabajo, en la calle, en nuestras ciudades y en nuestras naciones. Ocasiones como Lepanto aparecen una vez cada trescientos años, pero cada minuto tenemos ocasiones para librar pequeñas batallas que requieren el mismo talante de templanza y valentía que Juan de Austria demostró ante la violencia y ferocidad del fuego turco.
Trabajar por la paz no es fácil, es una batalla constante, en la que el orgullo se ve herido y lo acallamos en favor de la caridad. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios».
Por Jesús Molina.