San Juan Pablo II en la Jornada Mndial de la Juventud de Czestochowa, Polonia, en 1992.
Habitamos en la excepción histórica. Los más mayores de entre nosotros habrán probado las durezas de tiempos de guerra y hambre, como mucho, cuando eran niños o aun jóvenes. Gracias a Dios y a la prosperidad de los últimos tiempos, vivimos en paz. Difícilmente afirmaríamos lo contrario. Por eso, a veces nos apresuramos en decir que nos hemos acostumbrado a vivir tan cómodamente. Y esto no es malo. Sin embargo, el peligro que corremos no es el acomodamiento -que también-, sino el olvido. No siempre fue así, y durante los tiempos más duros de la humanidad, los pueblos no pudieron disfrutar ni de lo más valioso que poseían: su fe.
Una noche de noviembre de 1989 millones de personas se llenaron de la esperanza de volver a vivir en libertad cuando vieron la caída del Muro de Berlín. Polonia, una de las muchas naciones al otro lado del Telón de Acero, en el este, durante más de cuarenta años, vivía en la normalidad histórica: sin riqueza, sin prosperidad y, sobre todo, sin libertad, ni siquiera para vivir la fe.
La fe cristiana llegó a Polonia en el siglo X de manos de san Adalberto, un obispo de Praga que, disgustado por el estilo de vida pagano de sus fieles, se lanzó a la misión que, en su época, se dirigía principalmente hacia el este, donde aún los pueblos no conocían a Cristo. Desde entonces, los cristianos polacos, por ambas condiciones, han sido el blanco de las numerosas invasiones y abusos de los que está tristemente plagada su historia. El pueblo polaco es uno de los peor tratados de toda la historia europea, y por su fidelidad y firmeza en la fe, hoy merecen un homenaje. Sin embargo, esta nación no conoció una devastación mayor que la de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual murieron millones de polacos. Muchos de ellos, también a causa de su fe. Pero la desdicha mayor para la Iglesia en Polonia vino en los años posteriores, bajo del dominio de la URSS, que continuó los años de totalitarismo que trajeron ya los alemanes con la guerra. Durante estos años, en Polonia se persiguió sistemáticamente a los cristianos desde las instituciones del estado comunista que, si bien no prohibía explícitamente la práctica religiosa, apresó a muchos cristianos por proclamar su fe y sus convicciones en público, muchos de ellos clérigos e incluso obispos.
En los años más infames de esta persecución insistente destacó la figura del beato Jerzy Popiełuszko, un sacerdote que, por su firmeza en la predicación y por su defensa constante de los derechos individuales de los trabajadores, fue brutalmente asesinado por las autoridades, recibiendo así el martirio en 1984.
Los polacos, que han sido gente de fe hasta el punto de sentir su identidad católica unida a su identidad nacional, son de los pueblos cristianos más castigados por la persecución, la guerra, la división, la tiranía e incluso el genocidio. Sin embargo, Dios envió de entre ellos a un verdadero ángel de la guarda para la Iglesia universal que, habiendo padecido las mismas desdichas que sus hermanos, pudo hacer uso de los dones de palabra, fortaleza, valentía y fe que Dios le dio para ponerlos en servicio de la Iglesia y del mundo, para luchar por el bien y la libertad -no sin sufrimiento- de los que ahora disfrutamos. San Juan Pablo II comenzó solemnemente su pontificado tal día como hoy hace cuarenta y tres años, y su legado es hoy imborrable para la Iglesia y para toda la humanidad. Contribuyó no sólo al desmantelamiento del Muro y del bloque oriental, sino al progreso de la Iglesia en una época de grave confusión entre el clero y los laicos después del Concilio Vaticano II.
La lucha de san Juan Pablo II no sólo ocupó su pontificado. Ya desde su época en el seminario, formándose en la clandestinidad, durante su ministerio sacerdotal siempre perseguido por el régimen y finalmente como arzobispo y luego cardenal de Cracovia tuvo que enfrentar durísimas dificultades, desde el espionaje del estado sobre él hasta el encarcelamiento y asesinatos de algunos de sus compañeros, en las mismas circunstancias que Popiełuszko.
La vida de este gran papa, al que ya aciertan en llamar Juan Pablo Magno por su trascendencia en los tiempos que vivió, nos demuestra la necesidad de la constante lucha por la libertad, sin la cual no se mantiene. «El precio de la libertad es la eterna vigilancia», dijo Thomas Jefferson. Lo que tenemos es un regalo de las generaciones que nos precedieron luchando duramente, a veces hasta la sangre, para conseguirlo. No olvidemos hoy a los cristianos de Polonia y a los de tantos otros pueblos que, con su sacrificio, consiguieron para la Iglesia tiempos de paz y libertad. Honremos en una fiesta como hoy, la de san Juan Pablo II, a los cristianos valientes que han dado fruto en la tierra para Cristo y ahora nos acompañan y fortalecen desde el cielo para que sigamos sus pasos, siempre precedidos por su memoria.
Por Jesús Molina.