Tiranos sin corona.

Tiranos sin corona.


Un sacerdote celebra la misa en una iglesia vacía en Rathfarnham, Dublín, durante el primer confinamiento de Irlanda en marzo de 2020.

Todos tenemos una historia particular que relata cómo vivimos los meses de encierro a causa de la pandemia, y cada una de las historias incluye algunas cosas, o muchas (o muchísimas), que nos vimos obligados a abandonar. Durante meses, millones de personas en todo el mundo no tuvieron más elección que renunciar a sus trabajos, a los encuentros con sus amigos y sus familiares, a viajes, a vacaciones o, en el peor de los casos, no volvieron a ver a sus seres queridos sin ni siquiera despedirse. Por si fuera poco, nuestras necesidades materiales y familiares no fueron las únicas que sufrieron la inclemencia de la enfermedad y los mandatos de los gobiernos, sino a veces también nuestras necesidades espirituales. Millones de cristianos en todo el mundo no tuvieron oportunidad de acudir a los templos de sus comunidades a rezar, encontrarse con los suyos ni, por encima de todo, ofrecer el sacrificio de la misa. Ahora bien, si esta tragedia podríamos señalarla en casi todos los países del mundo que sufrieron el confinamiento de una u otra forma, el sufrimiento de la Iglesia en algunos de ellos merece nuestra atención, y no hay que ir muy lejos.

En marzo de 2020, o en febrero los más eficaces, todos los países europeos decretaron medidas especiales para controlar la expansión de la pandemia, y esto a todos nos pareció razonable. De hecho, las medidas afectaban directamente al culto religioso, como es lógico. Sin embargo, el caso de Irlanda fue particularmente doloroso. En lugar de limitar los aforos o aplicar medidas de distancia excepcionales o de otro tipo, todo culto religioso fue prohibido en el país. Y esto tampoco nos parecería escandaloso teniendo en cuenta el contexto de confusión, hasta que comprendimos que la prohibición se prolongaría durante todo el confinamiento, volvió a imponerse en octubre del mismo año y, con la excepción del mes de diciembre, no fue posible acudir a celebrar ningún rito público hasta el mes de mayo de 2021.

La comunidad católica de Irlanda es una de las más castigadas por la intolerancia, la violencia, la incomprensión y la persecución a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Desde el cisma de Inglaterra, a principios del siglo XVI, los católicos irlandeses han sido privados de su fe y de su participación en la vida social y pública de formas muy variadas. Por ejemplo, fue ilegal en el Reino Unido que un católico ocupase un cargo público hasta 1829. A raíz de esto, se comprende que durante el proceso de independencia acabara por identificarse la identidad católica con la identidad nacional, enfrentada a los anglicanos del Irlanda del Norte, aún hoy parte del Reino Unido. Es de aquí de donde nace el error de pensar que aún perdura esta identificación entre los irlandeses, pero ya no es así.

El gobierno abusó clara y descaradamente de su poder, y los católicos que conocían y vivían del verdadero valor de la misa sufrieron un acto tiránico propio de los reinados de Isabel I o Jacobo I de Inglaterra. En situaciones como esta ha quedado demostrada la arbitrariedad del uso de la excusa de la pandemia por

parte de muchos gobiernos para reprimir a comunidades religiosas concretas. En este sentido, queda de manifiesto que nuestros hermanos irlandeses no han terminado de sufrir la incomodidad que su fe suscita ante el Estado bajo cuya autoridad se encuentran. Es cierto que no ocurre esto de la misma forma que hace dos siglos, pero está claro que han sido víctimas del desprecio por parte del mismo. Por esto, no podemos olvidar que la persecución a la Iglesia no se manifiesta siempre de forma violenta y atroz, sino también de manera sutil por medio de mecanismos legales. Es más, no siempre ocurre en tierras lejanas que, por lo general, ignoramos, sino también en nuestras idealizadas democracias, e incluso a veces instigadas por parte del Estado.

De estos sucesos podemos sacar muchas conclusiones. Por supuesto, la primera de ellas siempre ha de ser la necesidad de oración. La irlandesa es una Iglesia muy castigada por la historia, por la tiranía y, ahora, por el indiferentismo religioso y la beligerancia anticristiana. Por ello, merece la pena que dediquemos nuestra caridad a recordar y encomendar a los que viven su fe con valentía en una isla en la que esta se mantiene sin interrupción desde el siglo IV a pesar de todo.

También podemos aprender que no siempre los estados son amigos de la Iglesia. De hecho, por lo general, no lo son. Por esto, es muy importante insistir en la necesidad de que la Iglesia sea todo lo políticamente independiente que sea posible. Si bien es imperativo que los católicos participemos de la vida pública de nuestras comunidades, es una exigencia de nuestra libertad que el Estado no disponga en absoluto sobre ninguna materia de fe, porque no tiene ese derecho.

Sin embargo, para no hacernos las víctimas, habrá que reconocer por último el papel de nuestra dejadez en todas estas cuestiones. No conocemos la situación social de Irlanda en particular, pero en cualquier comunidad católica se han sufrido las consecuencias injustas de las medidas contra la pandemia con el consentimiento silencioso de muchos católicos. No hemos luchado mucho, y por eso hemos perdido mucho. Hay que reflexionar ante nosotros mismos tanto como exigir ante las autoridades civiles. Ganémonos el derecho a luchar por nuestra fe. Ojalá que el sufrimiento provocado por situaciones tan duras como la de Irlanda nos conmuevan para apreciar el valor infinito del sacrificio de Cristo que diariamente podemos celebrar.

Artículo Anterior Artículo Siguiente
Christus Vincit