Siempre que un hecho sobrenatural ocurre en alguna parte del mundo, Dios elige manifestarse de la misma forma. En primer lugar, la hace siempre en algún lugar poco importante, apartado o bastante despoblado. Luego, escoge como testigos a los más débiles o a aquellos cuya palabra se tiene menos en cuenta. Y como fin, siempre deja un mensaje que resulta cuando menos sorprendente para las gentes que lo reciben en ese momento. Esto puede sorprender, pero Dios suele actuar en lo pequeño, en lo ordinario, para que así se vea manifiestamente su fuerza y su poder, mucho más allá de la comprensión humana de lo que es débil o fuerte en este mundo. Así, es posible que tengamos muy en cuenta la forma en que Dios nos trae estos mensajes particulares, pero hemos de prestar más atención a su contenido, a ese objetivo que suele resultar tan llamativo. Cuando Dios elige manifestar de alguna manera un hecho extraordinario, no es para sorprender, es porque bien sabe que es lo más necesario. Toda acción divina sobre el mundo se orienta a la salvación de los hombres.
Así ocurrió, de hecho, cuando Nuestra Señora, la Virgen Inmaculada, se apareció en Lourdes tal día como hoy en 1858 a una niña pequeña, Bernardita, para dejar un mensaje de penitencia y conversión. Es curioso lo que ocurre con estas apariciones, ya que, aun siendo universalmente conocidas hasta el punto de convocar peregrinos procedentes de todas las partes del mundo y durante todas las épocas del año, dan la impresión de no haber calado bien en su contenido. Estos acontecimientos siempre tienen un mensaje concreto que comunicar. «¡Penitencia, penitencia, penitencia!», diría la Virgen a santa Bernardita.
Como es bien sabido, los rumores corrieron rápidamente y cada vez más personas se agolpaban junto a la gruta de las apariciones para observar, si podían, tan extraordinario suceso. Pronto empezaron a llegar enfermos, como si del mismo Cristo se tratase, buscando la curación con gran fe. A decir verdad, en pocas ocasiones en la historia de la Iglesia han sido convocadas a la vez personas con una fe tan grande, y es que, en virtud de esta, Dios les concedió a muchos la salud. Es por eso que hoy, 11 de febrero, la Iglesia celebra, además de la festividad de Nuestra Señora de Lourdes, la jornada mundial del enfermo. Ahora estamos acostumbrados, no nos suena extraño, pero, si lo pensamos bien, no cabe esperar que ninguna institución pública celebre la enfermedad. Parece una contradicción, pero no lo es para los cristianos. La cruz de Nuestro Señor ha convertido los males que padecemos en este mundo en signo de bendición su lo unimos a ella. En otras palabras, ha dado sentido al sufrimiento en cuanto que por medio de este nos identificamos con Cristo en su muerte y resurrección. La enfermedad puede tener, y de hecho tiene, un valor purificador y redentor si la vivimos unidos a Jesucristo. Aunque no sea deseable para nadie, el hecho es que existe en nuestro mundo, un mundo que es bueno y en el que todo se puede aprovechar para el bien.
Cada año, una media de 6 millones de personas visitan en peregrinación el santuario que se erigió en el lugar de las apariciones, y muchos de ellos son enfermos que piden a Dios la salud por medio del signo del agua que brota del mismo manantial que abrió Bernardita con sus manos en el suelo por indicación de la Virgen Santísima. Además, para servirles a ellos, se han instituido en todo el mundo más de 100.000 Hospitalidades de Nuestra Señora de Lourdes, que son agrupaciones eclesiales para el servicio, atención y acompañamiento de los enfermos en las peregrinaciones que realizan anualmente a este santuario, además de atenderlos en sus respectivos lugares de origen. En el santuario, de hecho, hay entorno a 7.000 voluntarios dedicados a la atención de los enfermos que peregrinan en busca del consuelo de la Virgen.
De la fe que subsiste en la Iglesia y que vemos manifestada de forma explosiva en movimientos como este podemos aprender que no hay males en este mundo, con la excepción del pecado, que nos separen del amor de Dios. «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?» (Rm 8, 35). No hay de qué quejarse, Dios nos ha amado primero y por este amor nos lo dará todo, la salud del alma y, si quisiera, también la del cuerpo. Más aún cuando, siguiendo el ejemplo de los santos, tantos cristianos de todo el mundo, a pesar de sus sufrimientos, angustias y enfermedades siguen unidos sin vacilar al amor de Jesucristo.
Por Jesús Molina.