Su Santidad, el papa emérito, Benedicto XVI.
Los cristianos sabemos que, por decir la verdad, por ser fieles a Cristo y corresponder a la vocación que recibimos en el bautismo, frecuentemente nos perseguirán, nos señalarán y sufriremos, cada uno según sus condiciones personales, sociales e históricas, el desprecio del mundo en el que vivimos. Esto nos lo dijo el Señor: «Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: “No es el siervo más que su amo”. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 19-20). No nos debe sorprender, es doctrina segura.
Hoy no vamos a tratar los temas que acostumbramos, no voy a hablar de ninguna comunidad, órdenes religiosas o cristianos de alguna nación lejana y olvidada, pero sí de un cristiano que, a mi juicio, lo ha sido de forma ejemplar. Repito, antes de ser etiquetado de una u otra manera por algunos opinadores profesionales: a mi juicio.
Es posible que no haya ningún tramo de la vida de Joseph Ratzinger que no nos deje con un profundo sentimiento de admiración o, al menos, con una mirada bien cargada de curiosidad. Nacido en la campiña bávara, siempre ha sido, como me gusta repetir, un amante de las cosas que crecen, de la belleza, de la naturaleza y, en especial, de la música. Impresionado desde niño por el ministerio sacerdotal, estuvo siempre seguro de su vocación, lo cual sorprende debido a lo convulso del tiempo de su juventud. De hecho, fue obligatoriamente alistado en la juventudes hitlerianas y luego forzosamente alistado en el ejército, como todos sus compañeros del seminario. Y, aun así, sus estudios no sufrieron. Es más, para nosotros, destaca especialmente en esto. A pesar de seis durísimos años de guerra, estudió con gran interés tanto filosofía como teología, con tan buen expediente que, con sólo veinticinco años, recién ordenado sacerdote, ya impartía clases en el seminario de Frisinga. Un año después, ya tenía el doctorado. Profesor de la Universidad de Bonn en 1959, de la de Münster en 1963, de la de Tubinga en 1966 y de la de Ratisbona en 1969, llegó a ser además uno de los más relevantes asesores en el Concilio Vaticano II con algunas nuevas ideas, sobre la libertad religiosa en particular, que ya habían suscitado controversias desde sus primeros años académicos.
Su capacidad y su producción intelectual es, desde entonces, de reconocimiento más que generalizado. Fundó una de las revistas de teología católica más influyentes de entonces y de hoy, llamada Communio, junto a las mentes más significativas de su tiempo en este campo, y todo esto nunca exento de su labor pastoral entregada, primero como sacerdote y luego como arzobispo de Múnich desde 1977. Desde aquí alcanza reconocimiento universal en la Iglesia cuando es creado cardenal por san Pablo VI y llega a ser prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en el pontificado de san Juan Pablo II, su predecesor, con quien entablaría una íntima relación con el paso de los años. Después de la muerte de este gran papa, el resto es de sobra conocido. Obviamente, el pontificado de Benedicto XVI resulta el periodo de mayor relevancia de su biografía, pero esto aún no es historia. Spe salvi, Caritas in veritate y Deus caritas est son las tres encíclicas de sus ocho años de pontificado, todas ellas muy recomendables para católicos, cristianos e incluso no creyentes, en cuanto que resumen en un exquisito lenguaje el espíritu del más alto ministerio que desempeñó en servicio de la Iglesia.
Como todos sabemos y recordamos, el último día de este mes se cumplirán nueve años desde que renunció a la Sede Apostólica, la cual fue la tercera vez que esto ocurrió en la historia, y la única en que con toda seguridad el papa renunció en un acto absolutamente libre. Desde entonces, el papa emérito sigue sufriendo persecuciones. Las sufrió durante toda su vida, en su carrera académica por acercarse a algunos pensadores muy progresistas y políticos, luego por alejarse de ellos -todo lo contrario-, luego por sus posturas doctrinales firmes en la Sagrada Congregación, luego por su pontificado, y finalmente, cuando su vida ya no es pública, por fantasmas del pasado sospechosamente difíciles de demostrar. Lo que es notorio para todos es cómo, a lo largo de la historia, las figuras más decisivas para su trascurso, que lo son precisamente por haber sido fieles a sus respectivas vocaciones y más aún cuando estas vienen de Dios, son siempre utilizadas por aquellos que tienen intereses particulares, políticos, sociales, ideológicos, etc. No escapa a ningún observador interesado cómo Benedicto XVI ha sido utilizado como bandera, ya enarbolada ya vilipendiada, por los que quieren una Iglesia de partidos, una Iglesia política. Sobre estos está claro qué cargos pesan; importa muy poco cómo se etiqueten, porque en poner etiquetas está su error. Los hombres como el papa Benedicto han sido regalos de Dios a la Iglesia y la humanidad para que, con su servicio, hagan crecer a las almas en el conocimiento de Dios y en el amor a los hermanos. Difícilmente se podrá imputar a Su Santidad algún acto partidista, porque podemos estar convencidos de cuál fue y sigue siendo su gran amor a la Iglesia, a toda la Iglesia.
Cuando el papa recorría la catedral de Westminster el día que cerraba su visita apostólica al Reino Unido -la primera de un papa en toda la historia-, el coro cantaba «Tu es Petrus!»; tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Nos conviene un poco de altitud de miras, de ánimo universal (católico, que eso significa). Hoy conviene, ante los ataques furibundos del mundo, si compartes conmigo este breve homenaje, defender con la verdad a los que nos han servido con su vida, porque nos han servido a todos. Recuerda que «cada cual anda diciendo: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas, yo soy de Cristo”. ¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿Fuisteis bautizados en nombre de Pablo?» (1Cor 1, 12-13). «Así, pues, que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es vuestro: Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1Cor 3, 21-23).
Por Jesús Molina.