El sacerdote daba su recorrida por la iglesia cada mediodía.
Hace ya un tiempito, cuando abrió un día la puerta se encontró a un
hombre: sin afeitar, con una camisa gastada y un abrigo viejo y
deshilachado. El hombre se arrodilló, inclinó la cabeza, luego se
levantó y se fue. Aquello fue el comienzo de una rutina diaria. Siempre
llegaba al mediodía, se arrodillaba brevemente y volvía a salir.
El sacerdote empezó a sospechar: “Quizás se trata de un ladrón que está esperando el momento oportuno…”, pensó. Por ese motivo aquel día se puso en la puerta de la iglesia y, cuando el hombre se disponía a salir, le preguntó: “Dígame, amigo, “qué hace Ud. por aquí? El hombre le contó que trabajaba cerca y que al mediodía tenía un rato libre para almorzar. Aprovechaba ese momento para rezar: “Sólo me quedo unos instantes ¿sabe?; la fábrica queda un poco lejos, así que sólo me arrodillo y digo: “Señor, sólo vine para agradecerte… ¡Cuán feliz me haces! Te pido perdón por mis pecados… No sé muy bien cómo rezar, pero pienso en Ti todos los días… Así que Jesús, este es Jaime, reportándose”
El Padre –un poco avergonzado interiormente- le dijo a Jaime que estaba muy bien lo que hacía y que era bienvenido a la iglesia cuando quisiera. El sacerdote, después de despedir a Jaime, se arrodilló ante el Santísimo y repitió la plegaria: “Señor, sólo vine para agradecerte… ¡Cuán feliz me haces! Te pido perdón por mis pecados… no se muy bien cómo rezar, pero pienso en Ti todos los días… así que, Jesús, soy yo, reportándome”.
Jaime y el sacerdote se hicieron amigos. Jaime se confesaba y recibía a Jesús en la Eucaristía con gran devoción. El Padre por su parte aprendía mucho de la pureza y la fe de Jaime.
Cierto día el sacerdote notó la ausencia del viejo Jaime. Los días siguieron pasando sin que Jaime volviese por la iglesia. El Padre comenzó a preocuparse y fue a la fábrica a preguntar por él. Allí le dijeron que estaba enfermo en el hospital. También le contaron que desde que Jaime se internó se sentía mucho su ausencia. Aunque no lo demostraran demasiado…, todos lo querían y ahora lo extrañaban.
Cuando llegó al hospital, la enfermera le dijo que no podía entender por qué a Jaime se lo veía tan contento… “Ningún amigo ha venido a visitarlo y él no tiene a quién recurrir”. Jaime escuchó aquellas palabras y, cuando se fue la enfermera, le dijo al Padre: “Esta buena señora está equivocada. Todos los días desde que llegué aquí -al mediodía- un querido Amigo mío viene, se sienta en mi cama, me toma de las manos, se inclina sobre mí y me dice: ´Jaime, sólo vine para agradecerte… Y decirte cuán feliz me haces. Te amo y perdono tus pecados. Siempre me gustó escuchar tus oraciones… Y estás siempre en mi corazón… Así que éste es Jesús, reportándose…».