Cristianos en guerra (I)

Cristianos en guerra (I)

El Presidente de Rusia, Vladimir Putin, y el Patriarca de Moscú, Cirilo I.

La actualidad nos ha golpeado de forma tan agresiva esta semana que en esta sección tendremos que dirigir también la mirada hacia el este. Como todos sabemos, la guerra ha vuelto a Europa tras décadas de paz y se ha desatado por muchas razones, pero, como siempre, hay intereses personales de por medio. Putin y Rusia, Lukashenko y Bielorrusia, el valiente del presidente Zelenski -que merece mención aparte-, los Estados Unidos, la Unión Europea, etc. Todos están implicados de alguna manera, todos tienen responsabilidades para bien, para mal o para ambas en la tragedia que está teniendo lugar y sobre muchos de ellos caerá la gravísima carga de conciencia que suponen los sufrimientos, la violencia, la destrucción, las pérdidas y las muertes que está sufriendo el pueblo ucraniano. Ahora bien, a nosotros nos interesa aquí observar el papel de los cristianos. Y no me refiero a nosotros, sino a las iglesias particulares que se han visto implicadas de una u otra manera en esta situación. Fijémonos hoy en Rusia.

En Rusia, al igual que en otros muchos países del este de Europa y de Oriente Próximo, la iglesia mayoritaria es la ortodoxa. Cuando se produjo el Cisma de Oriente en 1054, los príncipes de Kiev, donde se encuentra el origen de todos los pueblos eslavos modernos, ya habían sido bautizados como cristianos casi cien años antes, y como todos los cristianos del rito de oriente, se adhirieron a la Iglesia ortodoxa encabezada por el patriarca de Constantinopla. Más tarde, en los comienzos de la era moderna, en toda Europa los monarcas poderosos se dieron cuenta de que la Iglesia católica ejerce una autoridad, la espiritual, que se encuentra fuera de su jurisdicción -en Roma, concretamente-, por lo que comenzó un movimiento general en casi todos los Estados en proceso de formación por el que los poderosos, poco a poco o de golpe, trataron de adueñarse de la Iglesia sólo para aumentar su poder. Es lo que acaba ocurriendo en Inglaterra, Dinamarca, los principados alemanes, Suecia, Noruega, Francia (casi) y también en Rusia. Sin embargo, en el gigante oriental ocurre de forma más sutil. El patriarca de Moscú, como si de otro cisma se tratase, proclamó su autoridad independientemente del de Constantinopla en 1448, abriendo la puerta a que las demás iglesias ortodoxas hicieran lo mismo, las cuales han llegado hasta nuestros días como las «iglesias autocéfalas», es decir, autónomas en su cabeza, en su pastor. Resulta fácil pensar que, si el patriarca pensó que el gran duque de Moscú, y luego los zares de Rusia, no se aprovecharían del invento para su interés político, es que era un tremendo ingenuo. Así ha sido durante más de quinientos años, durante los cuales los emperadores autócratas de Rusia se han aproximado a la Iglesia ortodoxa de Moscú con tal de apropiársela (con la excepción de los soviéticos, que prefirieron intentar exterminarla), de tal forma que su imperio fuera equiparado a lo que fueron Roma y luego Constantinopla. «Moscú es la tercera Roma», gritan hoy con orgullo los nacionalistas rusos.

Pues bien, sabiendo esto, los ingenuos de hoy seríamos nosotros si pensamos que Putin no sería capaz de hacer lo mismo, porque de hecho lo hace. Lo ha hecho. Putin es un nacionalista ferviente y un férreo conservador. Abomina de Occidente, que se corresponde con esta sociedad de la que frecuentemente los cristianos echamos pestes, y lo hacemos con razón. En nuestras sociedades se proclaman leyes contra el orden natural y contra la moral cristiana, se permiten crímenes silenciosos que son tenidos por progreso, se promociona la desconexión de la realidad del sufrimiento ajeno. Todo esto es cierto, y Putin lo ha utilizado en todo su mandato para situarse moralmente por encima de Occidente. Pero lo que me sorprende no es esto, sino que muchos de los que también denuncian los errores de nuestra sociedad (yo también lo hago), se han tragado el cuento de este tirano de tres al cuarto. Vengo encontrándome, desde que empezó la guerra de Ucrania, a numerosos articulistas de opinión y periodistas conservadores, algunos de los cuales tienen el valor de declararse cristianos, justificando las acciones de Putin como si se tratase de un salvador que viene a combatir un Occidente inmoral y decadente. La mayoría hablan de él como un mal necesario para purificar nuestra sociedad del pecado de una vez. Este es precisamente el relato de los jerarcas de la Iglesia ortodoxa rusa, de la que ya difícilmente nos podremos fiar, porque es una iglesia nacional. Las iglesias nacionales son jerarquías cristianas al servicio de los Estados, por lo que la fidelidad a Jesucristo en ellas brilla por su ausencia. El patriarca de Moscú sabe bien que, por la «supervivencia» de su iglesia, es mejor el servicio a Putin, olvidando que lo único más trágico que le puede suceder a la Iglesia de Jesucristo aparte de ser perseguida por el Estado es formar parte de él. Es mejor que nos acordemos de rezar por los cristianos ortodoxos de Rusia, porque a partir de ahora tendrán que escoger entre seguir a sus más autorizados pastores hacia el apoyo de una guerra asesina o servir al Dios de la paz.

Y para los cristianos -y los que no lo sean- que se hayan atrevido a justificar un régimen como este juzgando el presente con una visión dualista e infantiloide en busca de buenos y malos, los hechos deberían hablar por sí solos. Nuestra sociedad tiene cosas malas, porque la única perfecta es la del cielo. Pero en la sociedad modelo de Putin yo no podría publicar este artículo, o al menos no con seguridad. Pensad bien ante hechos como los que estamos viviendo, porque hay que tomar partido. Si habéis necesitado justificar una guerra, el pecado y la tragedia más grande a la que se enfrenta la comunidad humana, provocada por un tirano fantoche, para dar cauce a vuestro odio por los graves pecados de la sociedad occidental de nuestro tiempo, entonces lo que odiáis no es el pecado, sino la libertad. Porque puede que nuestra sociedad no sea perfecta, pero la tiranía belicista de Putin no lo es ni por asomo, porque una sociedad que justifica una guerra como esta sí que está enferma de pecado mortal.
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