Cualquiera que haya pasado entre risas y alegrías, y aun entre tristezas y pesares, unos días junto a algún amigo, sabe lo difícil que es la despedida cuando estos llegan a su fin. La amistad con distancia de por medio es áspera para el corazón por frío que esté. Este fenómeno es esencialmente humano porque, incluso aquellos que hoy niegan con vehemencia la existencia de cualquier realidad sobrenatural, o al menos intangible, estarían de acuerdo conmigo. Si alguno no lo está, ya lo siento, porque o bien no tiene amigos o bien no tiene corazón. Si es lo primero, rezo por que encuentre alguno y pronto, porque la vida sin amistad es muy parecida a un desierto helado. Si es lo segundo, no sé ni qué decir. La persona que sufre con dolor la despedida de alguien a quien ama de verdad sabe bien que su dolor es real, aunque no se vea. Es como una herida que, aun sin causa visible ni síntoma alguno, duele. Es tan real como la vida misma, que muchos no saben explicar y que pocos necios se atreven a negar.
Yo mismo, como tantos, tengo amigos en la distancia. Algunos están no demasiado lejos, pero por nuestras ocupaciones es difícil que nos veamos frecuentemente. Otros andan en sus quehaceres y es complicado hablar con ellos, o quedar para tomar un café o pasar una tarde juntos. Otros, por mayor desgracia, sí que están lejos, y como a estos se les ve pocas veces, cuando uno tiene la suerte de recibirlos o de visitarlos, acoge esa oportunidad con desbordante alegría para luego tener que dejarla pasar con aguda tristeza. De todos los casos se extrae una enseñanza, y es que no hay amistad sin dolor, sin despedida. Podríamos decir que incluso el matrimonio, un amor sellado con un sacramento destinado a una unión perpetua e indisoluble, debe dejar paso al dolor que supone su ruptura con la muerte. En otras palabras, cuando hacemos amigos, con gran gozo por nuestra parte, sabemos que es como si firmásemos un contrato conociendo muy bien una cláusula que asegura sin remedio que, a cuenta del amor, sobrevendrá sufrimiento. Y, aun así, lo firmamos. Desde luego que el ser humano es sobrecogedor. Aquello de que no hay amor sin dolor no nos lo tienen que explicar, porque lo sabemos, ya no por experiencia, sino por una suerte de intuición innata, como si estuviese impreso en el alma, y aun así estamos dispuestos a amar.
De todos los amigos hay que despedirse llegado el momento. De unos para unos minutos, de otros para unos días, de otros para unos meses y de otros para no sabemos cuánto. Todas estas despedidas son tristes; unas lo son muy poco, otras bastante y otras son devastadoras. Sin embargo, toda la tristeza que nos envuelve por causa de la despedida lleva un germen de alegría. No digo de esperanza, sino de alegría. Y es que, para empezar, el hecho de saber, no ya con la cabeza, sino con el corazón, que hay alguien en este vasto mundo que se acuerda de nosotros, que nos comprende y nos ama e incluso comparte esa misma tristeza del adiós ha dado sentido completo a ese dolor que nos invade. La tristeza que hunde su raíz en la amistad tiene en su fuente la misma causa que nos permite aceptarla, no sólo soportarla. Es una alegre tristeza la que nos da el conocer que existe al menos un corazón en el mundo al que dirigirnos para ser comprendidos, escuchados, acogidos y amados sin condiciones. Lo decía el santo cardenal John Henry Newman: «cor ad cor loquitur», el corazón habla al corazón, y es que estaba convencido de que sólo a ese nivel de intimidad puede ser comprendido lo que guardamos en el sagrario del alma. La conciencia es comprendida desde la conciencia, las alegrías desde las mismas alegrías, y el dolor también desde el mismo dolor. Hay un Amigo del que nunca nos tendremos que despedir, un Corazón que comprende todos los demás, porque se sumergió en el mayor de los dolores para comprender nuestro dolor, en la más punzante soledad para comprender la nuestra y en nuestras maldades para repararlas. ¿No hace eso un amigo, que es capaz de descender contigo hasta el pozo más profundo en el que te hayas metido para sacarte? Porque no puede estar sin ti, porque no puede despedirse de ti. Gracias a este Amigo, sabemos que es así. No hay despedida eterna, no hay soledad si no la queremos.
Este mes murió un hombre bueno, un sacerdote. Fue sorprendente, como imprevisto, y nos hizo pensar a todos los que lo conocimos. ¿Hacer amigos para esto? Pensé en todos los míos, en mi familia, en mis íntimos más queridos, aquellos que una razón u otra ha unido a mí en mucha intimidad y confidencia. De todos ellos me he tenido que despedir alguna vez, y de algunos muchas veces. Y ahora pregunto a Jesús, al que está siempre, en mi corazón y en el sagrario, porque de Él nunca me tengo que despedir, y veo en su Corazón que se cumple la promesa más profunda de la amistad: el “para siempre”.
Muy necio hay que ser para no intuir, sólo con nuestro deseo natural de vivir de lo trascendente, que estamos llamados a la eternidad. La amistad en este mundo, en la que todos estamos tan seguros de querer aventurarnos, viene con el sello del dolor y el sufrimiento por la despedida, pero es así porque no es más que el aderezo sin el cual la vida sería absolutamente insípida, y la vida es precisamente eso: cruz, muerte y resurrección, el misterio cristiano que ha inundado todo el mes de noviembre. De nada estoy más seguro que de saber que nunca me despido para siempre. La alegría que tiene su semilla en la tristeza inherente a la amistad es eterna. Sabedlo bien para que lo recordéis cuando vuestros amigos lejanos vengan a vuestra memoria. Así que lo digo muy seguro, a mis amigos también lejanos: os quiero de corazón, ¡de aquí hasta el cielo!
In memoriam A. Borrell.
Por Jesús Molina.