Me encantan las historias de espías. Además, si bien las series y películas como los clásicos del estilo de James Bond nos pueden proporcionar una cantidad más que suficiente de entretenimiento de este género, la realidad no se queda corta a la hora de proveer nuestra curiosidad con historias de lo más enrevesadas y misteriosas. En esto la historia está bien nutrida, porque en cuanto uno empieza a sumergirse en su profundísimo conocimiento, descubre que son innumerables las veces en las que algunos personajes muy peculiares, dando buena cuenta de sus capacidades de disuasión y haciéndose valer de estratagemas, engaños y secretos, han cambiado o conservado el rumbo de la historia en uno u otro sentido, a veces en el anonimato más escandaloso. Si la historia es rica en algo, lo es en relatos apasionantes que superan a los guiones más creativos que se nos puedan ocurrir.
Pongo un ejemplo. El mes pasado se cumplió el sexagésimo aniversario de la crisis de los misiles en Cuba. La historia es de sobra conocida. El gobierno de John F. Kennedy consiguió pruebas muy concluyentes de que la Unión Soviética había empezado a colocar misiles nucleares en la isla caribeña, lo suficientemente cerca de los Estado Unidos como para atacar muchas de sus principales ciudades, incluida la capital federal. Durante catorce días de auténtico infarto, de los que cada uno parecía estar más cerca que el anterior de la destrucción total de la humanidad, el mundo contuvo la respiración impotente ante el conflicto que se desató entre las dos grandes potencias. Sin embargo, todo se resolvió sin un sólo disparo. Tan sólo una baja americana por un avión estrellado en Cuba. La crisis se resolvió con pericia e inteligencia, con la sutil habilidad para conseguir la información necesaria en el momento necesario y para utilizarla en el instante preciso. Una historia que nunca deja de ser interesante si vamos conociendo más y más los detalles de su desarrollo y los personajes que jugaron un papel importante en ella. El mundo estuvo al borde mismo de una guerra fatal y la paz llegó por el uso de la fuerza de la palabra, de ofertas y demandas, de exigencias y cesiones, en una palabra, de la diplomacia.
La diplomacia es una herramienta política. Por lo general, a lo largo de la historia, los estados han preferido no utilizar la fuerza para conseguir sus objetivos frente a otros. No por amor a la humanidad, del que suelen tener menos que muy poco, sino porque es lo más razonable y práctico. El riesgo que supone emprender una guerra es atroz en comparación con los beneficios que se puedan obtener. Son contadas las excepciones en las que cualquier bando haya salido completamente ileso de un conflicto armado. Hasta Jesús lo explica en el Evangelio: «¿qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz» (Lc 14, 31-32). Es muy sabio pedir condiciones de paz cuando se puede perder todo en la guerra. Eso es la diplomacia: la capacidad de conseguir la información necesaria y de poder utilizarla a favor de la causa que se quiera conseguir.
Pues bien, si el Señor ha utilizado esta misma imagen para su propia predicación es porque podemos aprender algo de esta imagen que es muy valioso. Quizá no en el sentido que Jesús quiere darle en ese lugar del evangelio, lo cual no me corresponde a mí interpretar, sino en algo más prosaico. Si un rey va a dar batalla a otro rey, seguramente es porque lo necesita. Puede haber miles de razones, como que se vea amenazado, que deba defenderse o que necesite recursos. Puede parecernos mejor o peor, pero si no se queda de brazos cruzados en lugar de arriesgar su reino y su vida es porque merece la pena hacerlo. Es decir, a veces es necesario presentar batalla. Y, sin embargo, por el contrario, también puede convenir negociar la paz. Si nuestro hipotético rey descubre que va a salir muy mal parado de la guerra, intentará por todos los medios no emprenderla. El caso es que, para este rey, cualquiera de estos medios puede auxiliarlo a alcanzar el fin que busca. Para nosotros, los cristianos, el fin nunca justifica los medios, de tal modo que aprendemos que, si bien nunca apartamos la vista de la justicia y la verdad, debemos tener siempre en cuenta que conviene conservar los bienes que poseemos, como la paz, la unidad o la fraternidad cuando este es un deber de justicia.
Ilustrémoslo de nuevo. Cuando el rey Enrique VIII ordenó a todos sus súbditos a jurar y firmar el acta de supremacía que lo reconocía como jefe supremo de la Iglesia en Inglaterra y que declaraba nulo su matrimonio con Catalina de Aragón, su canciller, santo Tomás Moro, decidió no obedecer. Sin embargo, sabemos de buena tinta, por el testimonio de su propia hija, que Moro intentó por todos los medios encontrar la forma de jurar aquella declaración sin traicionar su conciencia. Examinó una y otra vez el texto para poder decir con certeza que en ningún sentido era contrario a su fe y sus principios. Sin embargo, no lo consiguió y perdió la vida en martirio a causa de su desobediencia. Santo Tomás Moro no era ningún inconsciente. De ninguna manera se habría entregado a sus verdugos sin antes deliberar la conveniencia de tan alto sacrificio. Convencido de que el martirio era la corona de su fidelidad a Cristo, estuvo dispuesto a rechazarlo si podía conservar la vida sin traicionar a su Señor. Y a su vez, no fue ningún traídos a su conciencia que concediese en mentiras ambiciosas del rey con tal de conservar su vida. Hizo uso del diálogo con sus verdugos, con sus enemigos, y esto es algo que todos sabemos hacer porque nos viene dado con nuestro instinto de conservación. Sin embargo, lo que no todos hacen es poner la mirada en el fin verdadero y justo, que en este caso no era la propia vida sino la fidelidad a Jesucristo y a su Iglesia.
Hoy se habla mucho de diálogo. Que si aquí o allá hay problemas, violencia, intolerancia e incomprensión porque no hay diálogo. «¡Más diálogo!», dicen algunos sin cansarse. Pero, da la sensación, e intuyo estar en lo cierto, de que muchos de los que ponen el acento en este concepto y no en lo que se quiere conseguir tienen sólo la intención de ceder con tal de vivir tranquilos. Y me quedaría callado si se tratara de cuestiones sin importancia, pero este argumento se utiliza mucho en materia de fe. Ahora resulta que, como la Iglesia es retrógrada, intransigente, intolerante, machista, rancia y no sé qué más adjetivos muy utilizados en el idioma “politiqués”, tiene el deber moral de dialogar con la sociedad. Estoy de acuerdo en una cosa; tengamos todo el diálogo que queramos. Ahora bien, la mirada siempre fiel en Jesús. Nuestro fin es Él, su doctrina, y esta doctrina al completo, sin cambios ni alteraciones. La Iglesia no tiene nada en lo que ceder porque está en posesión de la verdad revelada. Por supuesto, habrá que hacer lo posible por conservar nuestra posición en este mundo siempre que nos sea necesaria para la evangelización, que es nuestra misión en este mundo. Pero, si la única salida para no tener que plantar batalla sea cambiar o callar la Tradición que Jesucristo nos dejó, entonces nuestro único deber será ir a la guerra.
Cuando san León Magno, al que celebrábamos ayer, corrió a negociar con Atila los términos de la paz para evitar un saqueo de Roma, el papa estuvo dispuesto a todo para evitar esta tragedia. Lo que sea por conservar la paz. Pero estoy seguro de que si Atila le hubiese exigido cambiar, aunque fuese en una coma, la doctrina de su Iglesia, habría tenido que volver a Roma para morir, porque más vale perder la paz, el respeto del mundo, el poder o incluso la vida antes que perder a Cristo.
Pongo un ejemplo. El mes pasado se cumplió el sexagésimo aniversario de la crisis de los misiles en Cuba. La historia es de sobra conocida. El gobierno de John F. Kennedy consiguió pruebas muy concluyentes de que la Unión Soviética había empezado a colocar misiles nucleares en la isla caribeña, lo suficientemente cerca de los Estado Unidos como para atacar muchas de sus principales ciudades, incluida la capital federal. Durante catorce días de auténtico infarto, de los que cada uno parecía estar más cerca que el anterior de la destrucción total de la humanidad, el mundo contuvo la respiración impotente ante el conflicto que se desató entre las dos grandes potencias. Sin embargo, todo se resolvió sin un sólo disparo. Tan sólo una baja americana por un avión estrellado en Cuba. La crisis se resolvió con pericia e inteligencia, con la sutil habilidad para conseguir la información necesaria en el momento necesario y para utilizarla en el instante preciso. Una historia que nunca deja de ser interesante si vamos conociendo más y más los detalles de su desarrollo y los personajes que jugaron un papel importante en ella. El mundo estuvo al borde mismo de una guerra fatal y la paz llegó por el uso de la fuerza de la palabra, de ofertas y demandas, de exigencias y cesiones, en una palabra, de la diplomacia.
La diplomacia es una herramienta política. Por lo general, a lo largo de la historia, los estados han preferido no utilizar la fuerza para conseguir sus objetivos frente a otros. No por amor a la humanidad, del que suelen tener menos que muy poco, sino porque es lo más razonable y práctico. El riesgo que supone emprender una guerra es atroz en comparación con los beneficios que se puedan obtener. Son contadas las excepciones en las que cualquier bando haya salido completamente ileso de un conflicto armado. Hasta Jesús lo explica en el Evangelio: «¿qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz» (Lc 14, 31-32). Es muy sabio pedir condiciones de paz cuando se puede perder todo en la guerra. Eso es la diplomacia: la capacidad de conseguir la información necesaria y de poder utilizarla a favor de la causa que se quiera conseguir.
Pues bien, si el Señor ha utilizado esta misma imagen para su propia predicación es porque podemos aprender algo de esta imagen que es muy valioso. Quizá no en el sentido que Jesús quiere darle en ese lugar del evangelio, lo cual no me corresponde a mí interpretar, sino en algo más prosaico. Si un rey va a dar batalla a otro rey, seguramente es porque lo necesita. Puede haber miles de razones, como que se vea amenazado, que deba defenderse o que necesite recursos. Puede parecernos mejor o peor, pero si no se queda de brazos cruzados en lugar de arriesgar su reino y su vida es porque merece la pena hacerlo. Es decir, a veces es necesario presentar batalla. Y, sin embargo, por el contrario, también puede convenir negociar la paz. Si nuestro hipotético rey descubre que va a salir muy mal parado de la guerra, intentará por todos los medios no emprenderla. El caso es que, para este rey, cualquiera de estos medios puede auxiliarlo a alcanzar el fin que busca. Para nosotros, los cristianos, el fin nunca justifica los medios, de tal modo que aprendemos que, si bien nunca apartamos la vista de la justicia y la verdad, debemos tener siempre en cuenta que conviene conservar los bienes que poseemos, como la paz, la unidad o la fraternidad cuando este es un deber de justicia.
Ilustrémoslo de nuevo. Cuando el rey Enrique VIII ordenó a todos sus súbditos a jurar y firmar el acta de supremacía que lo reconocía como jefe supremo de la Iglesia en Inglaterra y que declaraba nulo su matrimonio con Catalina de Aragón, su canciller, santo Tomás Moro, decidió no obedecer. Sin embargo, sabemos de buena tinta, por el testimonio de su propia hija, que Moro intentó por todos los medios encontrar la forma de jurar aquella declaración sin traicionar su conciencia. Examinó una y otra vez el texto para poder decir con certeza que en ningún sentido era contrario a su fe y sus principios. Sin embargo, no lo consiguió y perdió la vida en martirio a causa de su desobediencia. Santo Tomás Moro no era ningún inconsciente. De ninguna manera se habría entregado a sus verdugos sin antes deliberar la conveniencia de tan alto sacrificio. Convencido de que el martirio era la corona de su fidelidad a Cristo, estuvo dispuesto a rechazarlo si podía conservar la vida sin traicionar a su Señor. Y a su vez, no fue ningún traídos a su conciencia que concediese en mentiras ambiciosas del rey con tal de conservar su vida. Hizo uso del diálogo con sus verdugos, con sus enemigos, y esto es algo que todos sabemos hacer porque nos viene dado con nuestro instinto de conservación. Sin embargo, lo que no todos hacen es poner la mirada en el fin verdadero y justo, que en este caso no era la propia vida sino la fidelidad a Jesucristo y a su Iglesia.
Hoy se habla mucho de diálogo. Que si aquí o allá hay problemas, violencia, intolerancia e incomprensión porque no hay diálogo. «¡Más diálogo!», dicen algunos sin cansarse. Pero, da la sensación, e intuyo estar en lo cierto, de que muchos de los que ponen el acento en este concepto y no en lo que se quiere conseguir tienen sólo la intención de ceder con tal de vivir tranquilos. Y me quedaría callado si se tratara de cuestiones sin importancia, pero este argumento se utiliza mucho en materia de fe. Ahora resulta que, como la Iglesia es retrógrada, intransigente, intolerante, machista, rancia y no sé qué más adjetivos muy utilizados en el idioma “politiqués”, tiene el deber moral de dialogar con la sociedad. Estoy de acuerdo en una cosa; tengamos todo el diálogo que queramos. Ahora bien, la mirada siempre fiel en Jesús. Nuestro fin es Él, su doctrina, y esta doctrina al completo, sin cambios ni alteraciones. La Iglesia no tiene nada en lo que ceder porque está en posesión de la verdad revelada. Por supuesto, habrá que hacer lo posible por conservar nuestra posición en este mundo siempre que nos sea necesaria para la evangelización, que es nuestra misión en este mundo. Pero, si la única salida para no tener que plantar batalla sea cambiar o callar la Tradición que Jesucristo nos dejó, entonces nuestro único deber será ir a la guerra.
Cuando san León Magno, al que celebrábamos ayer, corrió a negociar con Atila los términos de la paz para evitar un saqueo de Roma, el papa estuvo dispuesto a todo para evitar esta tragedia. Lo que sea por conservar la paz. Pero estoy seguro de que si Atila le hubiese exigido cambiar, aunque fuese en una coma, la doctrina de su Iglesia, habría tenido que volver a Roma para morir, porque más vale perder la paz, el respeto del mundo, el poder o incluso la vida antes que perder a Cristo.
Por Jesús Molina.