Tendemos a pensar que la política para un cristiano tiene cierto sentido, como casi todo. Es cierto que en el mundo de bueno hay mucho, pero, a veces, hay cosas que nos decepcionan tanto que es muy difícil encontrar su cara bondadosa. Con la política ocurre eso. Está claro que es una labor de necesidad, que nuestra sociedad necesita un ordenamiento en cuanto a las leyes y la justicia. El hombre es un ser social, y esto no lo sabemos sólo por la razón, sino incluso por la revelación. Por eso, necesita organizarse, unirse, convivir y, en consecuencia, establecer unas normas para dicha convivencia. Dado que existe el pecado original –y nosotros lo sabemos mejor que nadie–, no hay sociedad perfecta en la que todos respeten a todos y convivan sin conflicto. Y, dado que la naturaleza humana es así, nos vemos en la necesidad de escoger a quienes ejerzan esta labor de administración del orden social. Precisamente por eso, es fácil pensar que existe una vocación a las labores políticas, y podríamos incluso ilustrarlo con ejemplos históricos. Ahí está el ínclito Santo Tomás Moro que, sirviendo a su país y a su rey, fue antes que nada fiel a Dios. Sin embargo, parece que, con el tiempo, los que se dedican a este tipo de trabajos que antaño fueron honrosos, hoy no buscan más que sus intereses personales más bajos; poder, promoción social, dinero, atención y hasta romances. Ahora bien, cuando buceamos en la historia descubrimos que no todo tiempo pasado fue mejor y que siempre existieron bribones y caraduras, charlatanes y demagogos que se aprovecharon de su posición otorgada por la sociedad, o al menos reconocida, para satisfacer sus deseos personales, los más sublimes y los más perversos. Desde las antiguas polis griegas hasta la Unión Europea, pasando por los estados absolutistas y la Europa feudal, en todo tiempo hay ejemplos de politicuchos fieles tan sólo a sí mismos.
Entiéndase bien que todo esto no importaría de ser algo anecdótico de lo que poder reírnos, y eso que es un campo que nos da mucho de qué mofarnos. Algo puede estar muy mal, pero importarnos muy poco si eso no nos afecta. El problema es que todo el beneficio personal que obtienen aquellos que se aprovechan de su autoridad es, de alguna manera, expoliado y despojado en forma de bienes económicos, morales, sociales, materiales y de cualquier tipo a sus subordinados, a nosotros. Y cuando el pecado se abre paso en el alma, cultivándose cada vez más silenciosamente, es cada vez más difícil que las personas y las estructuras sean capaces de detener su avance, hasta el punto de que aquellos absorbidos por la inercia del mal dentro de los esquemas en los que se han encajado son capaces incluso de pasar por encima de la vida de los demás con tal de acumular un poquito más de poder.
En 2010 se aprobó la ley del aborto en España. El
gobierno de aquellos años apoyaba fervorosamente este proyecto con los
argumentos que ya estamos cansados de oír mientras que la oposición hacía, como
su nombre indica, lo contrario, pero igualmente con las mismas palabras de siempre.
Para elevar sus quejas antiabortistas, llevaron el caso hasta el Tribunal
Constitucional, para juzgar así si esta ley se sometía al derecho a la vida que
figura en la Carta Magna (CE 15). Si tienen dudas ya se lo adelanto yo: no, jamás.
«Todos tienen derecho a la vida». Todos, aunque estando vivos, no hayan nacido.
Y la opinión contraria de juristas expertos duchos en estudios costosísimos y
con años de intachable trayectoria en la carrera jurídica tiene para mí menos
valor moral que las frasecillas de autoayuda del reverso de los sobres de
azúcar. Sin embargo, convenía esperar al tribunal.
Y vaya si hubo que esperar. No fue hasta ayer, casi
trece años después de la aprobación de la ley y de la presentación del recurso,
cuando el tribunal decidió desestimarlo. Repasemos la cronología: se presenta
un recurso contra una ley y el magistrado del Constitucional encargado de hacer
la ponencia no lo hace. Se demora un poquito. Trece años. Y ayer, una vez fue
posible, el tribunal cambia al ponente y, en cuestión de horas, el recurso se
presenta y se decide que vaya derechito a la basura. Esto lo hace un tribunal
que los medios ya no tienen reparo alguno en dividir entre “conservadores” y “progresistas”,
haciendo notar que durante los trece años de absoluto dominio “conservador” el
recurso estaba atascado. En cuanto los “progresistas” se hacen con su control, marcha
rápida. Y, en medio del juego, cientos de miles de niños abortados que hoy no les
importan lo más mínimo ni a los que aprobaron la ley, ni a los que presentaron
el recurso, ni a los herederos de ambos, ni a los jueces “conservadores”, ni a
los “progresistas”, ni al apuntador.
Lo que yo veo es política corrupta en todos los sentidos, la de los bribones, caraduras, charlatanes y demagogos, y la veo por todas partes. El Constitucional de España se ha convertido en un patio de recreo en el que los partidos principales se pelean a manotazos por controlar la jurisprudencia de forma tan descarada que resulta obscena y hasta repugnante. Es un juego de poder tan infame que no se adivina ni el más breve destello de reflexión moral sobre los efectos trágicos del marco legal que nos dejan como legado. Y he aquí cuál es la idea a retener al respecto: no hay buenos, no hay salvadores entre ellos. Los habrá mejores y peores, pero no los habrá auténticos ni honrados. Al menos, hemos de presumirlo. Mi sospecha sobre ellos ya es total, mientras que todavía alguien me responderá, como es costumbre, diciendo: «bueno, lo hacen lo mejor que pueden», dando a entender que somos capaces de aplicar la más santa paciencia para esperar de los políticos algo bueno mientras que no consentimos al vecino que nos mire un poquito peor de lo habitual. Con su deplorable corrupción han consentido blanquear ante la sociedad un crimen indescriptible como el asesinato de un niño en el vientre de su madre, y lo han conseguido. La esperanza no la pierdo, porque es don de Dios, pero de ingenuidad para con el politiqueo no me queda absolutamente nada.