Desentrañando el martirio

Desentrañando el martirio



Los que hemos vivido de cerca los últimos acontecimientos tan sonados  para la Iglesia en España hemos pasado por muchas emociones e impresiones en  muy poco tiempo, lo cual nos ha dejado como una sombra de incomprensión,  agotamiento e incluso rabia contenida. Es necesario, por el bien de nuestra salud  mental y espiritual, que observemos ahora, ya pasado un tiempo prudente, la  calamidad pasada y nuestra reacción interior y exterior como individuos y como  sociedad con verdadera visión sobrenatural. Doy por cierto, de hecho, que nada  tiene sentido para un cristiano si no se comprende de esa manera. Por tanto,  observemos bien lo ocurrido, por qué nuestra respuesta se ha dado en la forma  que hemos observado y qué implica para nosotros y para nuestro compromiso  cristiano lo ocurrido. 


La tragedia golpeó Algeciras, una ciudad española en el Estrecho de  Gibraltar, frente a la costa marroquí - dato esencial – cuando un hombre, arma  blanca en mano, asesinó cruelmente a Diego Valencia, sacristán de la parroquia  de Nuestra Señora de la Palma, la mayor de la ciudad. Venía, además, de agredir  de igual manera a un sacerdote salesiano con la misma intención en otro lugar,  aunque este salvó su vida a pesar de la gravedad de sus heridas. Ato seguido, se  encaminaba hacia otro templo para perpetrar otro brutal atentado, cosa que no  consiguió al ser antes detenido por la policía. No hubo que lamentar más de una  víctima mortal, por lo que, teniendo en cuenta este dato de forma aislada, la  cobertura mediática y social que produjo el suceso parecería algo desmesurada  cuando sabemos que se producen asesinatos con más frecuencia de lo que nos  gustaría. Pero es evidente que existe una serie de razones que convierten a este  suceso en algo mucho más macabro y profundo y en objeto de una reflexión  bastante más sesuda que la que merecería un altercado de otro tipo. Y además de todo eso, convierten a Diego, el resto de víctimas y los cristianos perseguidos en  general en merecedores de nuestro más sincero homenaje. Detengámonos en  observar estas cuestiones brevemente. 


Ocurren persecuciones hacia los cristianos en todos los lugares del mundo.  La persecución violenta es, por experiencia y por la palabra que hemos recibido  del mismo Señor, inseparable del mismo hecho de ser cristiano. Ser discípulo de  Cristo es sinónimo de ser perseguido de alguna manera. Por eso, se puede decir  que merece tanta atención el caso de Diego Valencia como el de un sacerdote  quemado vivo en Nigeria, los de obispos desaparecidos en China o el de  cualquier cristiano sirio. Nada más lejos de la verdad. Sin embargo, Occidente en  general y Europa en particular es indiscutiblemente, desde hace ya muchas  décadas, un lugar muy pacífico y seguro para los cristianos.


Nuestras particulares persecuciones se limitan, cuando más, a sufrir blasfemias de muy al gusto o  escarnio público de algún tipo. Es por eso que un asesinato tan impactante como  este por motivos religiosos resulta destacable en nuestro contexto. Nadie es un  hipócrita por prestar a este caso más atención que a otros similares o más graves,  porque es, por la naturaleza de las circunstancias, mucho más llamativo. 


Pero no todo se explica por la cercanía del suceso. Otros asesinatos ocurren  en nuestro país y no por ello alcanzan cobertura nacional. Este caso, además,  presentaba dos características que hacían de él una agresión especialmente  repugnante: su brutalidad y su motivación. Poco vamos a detallar de lo primero,  dado que todos los enterados saben a qué me refiero, sino que conviene detenerse  en destacar lo segundo. Este ha sido un asesinato por motivos religiosos. Eso es  así. Es la realidad que muchos ya han intentado negar acentuando otros móviles  del criminal. Nada es descartable, desde luego, pero es de muy ilusos, e incluso  propio de ciegos ideologizados, intentar destacar una única causa haciendo  palidecer las demás. ¿Pueden haber influido factores de desequilibrio mental, de  exclusión social, de necesidad o no sé cuántos más? No lo podemos negar. Pero  igualmente o más absurdo es negar el factor religioso en todo esto. El criminal  buscaba al sacerdote. De hecho, al primero ya lo encontró. No hace falta explicar  mucho más. Así que no hagan caso de los vendehúmos asalariados por medios y  partidos políticos que se dedican a maquillar la realidad según sus intereses,  porque son unos infames mentirosos. Y, si usted es uno de ellos, márchese porque  no me dirijo a usted. 


El motivo de este crimen despreciable lo convierte en lo que los cristianos  ya hemos reconocido en él: un martirio, lo que hace de Diego un verdadero  mártir. Yo mismo he tenido el privilegio de participar en el funeral de este mártir  de mi tierra y de rezar ante su cuerpo. Ver el testimonio de alguien que por su fe  ha perdido la vida es muy fortalecedor. Una vez pasado del lógico dolor por la  crueldad de este suceso, queda para los cristianos lo que deberíamos guarda en  nuestro corazón una vez que hayamos comprendido con detenimiento por qué  ha tenido tanta importancia este ataque. La victoria para el cristiano es el fracaso  para el mundo. La cruz es necedad para los gentiles, y hoy los gentiles se  entretienen incluso en acusarnos de crímenes pasados en lugar de condenar el  reciente. Nada nuevo bajo el sol. Nadie reconocerá estas victorias fuera de los  hijos de Dios que conservan la fe. Nadie cantará las alabanzas de las pequeñas  batallas de cada día en las que consigas vencer. Sólo uno lo hará; el que es fiel  para siempre, al que Diego ha imitado en su muerte, y por lo que también lo  imitará en su resurrección. Si no aspiramos a eso, no somos cristianos. Si esto no  nos ha hecho revolver nuestras entrañas para ver en cuántas cosas somos infieles  a aquel por quien muchos permanecen fieles hasta morir, entonces hay poca  esperanza para nosotros. En la vida y en la muerte, somos del Señor. Si vivimos,  vivimos para el Señor. Si morimos, morimos para el Señor.


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