Hermanos lejanos.

Hermanos lejanos.

Una multitud de fieles católicos asiste a la santa misa celebrada por el papa Francisco en Seúl en agosto de 2014

Pocas cosas hay tan dolorosas para el alma, y bien lo saben aquellos que han vivido esa experiencia, como despedirse de un buen amigo sin saber cuándo podrá volver a encontrarse con él. Es posible, por cierto, que muchos de nosotros convivamos con la leve tristeza diaria de estar lejos de alguien muy querido, a veces incluso sin remedio. Esta tristeza se produce porque, habiendo conocido a alguien, habiendo amado a alguien, el corazón ya no posee la certeza de encontrarse de nuevo en la presencia de la persona amada. Dijo Aristóteles que «las distancias no rompen sin más la amistad, sino sólo su ejercicio». El amor sigue existiendo, no necesita de condiciones de ningún tipo. A ninguno se nos escapa nada de esto desde el nivel de la experiencia.

La Iglesia se puede definir de muchas maneras por sus muchas dimensiones, pero nadie negará que es una gran familia, una comunidad de verdaderos hermanos unidos por la misma fe, el mismo Espíritu y el mismo Padre. El único bautismo de Cristo nos ha hecho a todos hermanos, y hermanos verdaderos. Pues bien, ¿nos acordamos de nuestros hermanos lejanos? Muchos están en las antípodas, otros cercanos pero desconocidos, otros perseguidos, otros escondidos, pero todos siguen siendo hermanos nuestros. Los cristianos tenemos la obligación, emanada de nuestro bautismo, de amar y considerar a todos los que también son hijos de Dios.

En Europa, y en occidente en general, pecamos a menudo de vernos como el ombligo del mundo. No olvidamos las grandes hazañas históricas de la Iglesia europea en cuanto al anuncio del Evangelio se trata, pero hoy muchas iglesias viven, en comunión con nuestra fe católica, muy olvidadas y lejos de nosotros. Miremos hoy, por ejemplo, a Corea, que para nosotros resulta muy remota. La Iglesia en Corea comenzó su peregrinación en el mundo a finales del siglo XVIII, cuando un misionero católico coreano educado en China introdujo la fe y, como si de san Francisco Javier se tratase, bautizó a cientos de coreanos dando una enorme fecundidad a la Iglesia. Se trata del misionero Yi Sung-hun, bautizado como Pedro, al que podemos honrar por su arrojo en este mes dedicado a las misiones. Un siglo más tarde, esta fecundidad sería regada con la sangre de más de 8000 mártires que sufrieron la persecución de su propio pueblo, entre ellos los santos Andrés Kim Taegon y Pablo Chong Hasang, que celebramos cada 20 de septiembre. Actualmente, en Corea del Sur, de los más de 13 millones de cristianos, al menos un tercio son católicos, un 10% de la población del país. Sobre Corea del Norte, donde con toda seguridad aún pocos cristianos se esconden y sufren martirio, no disponemos de datos.

Es muy interesante destacar el caso coreano porque es la única iglesia local que ha nacido y mantenido su presencia en el tiempo sin la necesidad de los misioneros europeos, que en el resto de Asia oriental eran principalmente los jesuitas. Tan sólo la tenacidad de los primeros cristianos -también mártires- y el testimonio de los que continuaron la obra de evangelización en su propio hogar, todo ello sostenido por la abundante gracia de Dios, han sido suficientes para hacer crecer el Pueblo de Dios en una tierra para nosotros tan lejana. ¿Cómo entonces podremos olvidar a nuestros hermanos cristianos de un pueblo tan perseverante ante las duras dificultades de la persecución, la división y la guerra?

Decía también Aristóteles, continuando la cita, que «si la ausencia se prolonga, también parece que la amistad se olvida, y por eso se dice que la falta de trato deshace muchas amistades». Si nuestros hermanos de pueblos tan lejanos nos parecen inalcanzables para la caridad es porque no hemos puesto esta caridad en ejercicio. Un pueblo que ha perseverado en su fe ante tantas hostilidades no merece menos que el amor de todos sus hermanos dispersos en el mundo y en la historia. ¿Cómo traemos, pues, tantas almas desconocidas a nuestros corazones? Para los hombres es imposible, pero no para Dios. Si rezamos de corazón por ellos, pidiendo a Nuestro Señor gracias incesantes en su favor, les estaremos ganando el pilar más sólido sobre el que han fundamentado su perseverancia en la fe a lo largo de los siglos. Si nuestros hermanos escapan de nosotros en el espacio, no así lo harán a nuestra oración. Ojalá que a ni uno sólo de los cristianos de Corea y de tantos otros pueblos del lejano oriente les falte la fuerza de nuestra oración, del amor de sus hermanos.

Por Jesús Molina.


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