«Nuestro corazón, inflamado por la gracia de Dios, arde en deseos de no regatear esfuerzo para unir a quienes han sido llamados a perseverar en la unidad por haber sido incorporados a Cristo». Estas bellas palabras de san Pablo VI se encuentran en su breve apostólico Ambulate in dilectione, dado la víspera de la clausura formal del Concilio Vaticano II, en 1965. Aunque haya pasado algo desapercibido entre los grandes documentos dados por el concilio, no carece de importancia ni para la historia de la Iglesia ni para la Iglesia de hoy. Lo comprenderemos, como de costumbre, si recurrimos a la historia.
En el año 1054, la relación entre el papado, la Iglesia en el occidente romano, y la Iglesia de oriente, encabezada por el patriarca de Constantinopla, llegaba al fin de un tristemente largo periodo de disputas teológicas y temporales. En este momento, todo el conflicto desembocó en la excomunión mutua entre el patriarca Miguel Cerulario y el papa san León IX. El legado del papa en Constantinopla, en un arrebato poco diplomático, excomulgó al patriarca comenzando así el cisma, el mayor que ha sufrido la Iglesia hasta hoy. La Iglesia católica se vio desde entonces dividida en dos, y la división aún perdura. Este doloroso hecho ha persistido a lo largo de la historia en traducirse en gestos mutuos de acercamiento entre Roma y las iglesias de oriente, hoy también divididas en distintos grados, como el célebre Concilio II de Lyon. En aquel momento incluso la unidad estuvo lograda, por la labor de teólogos como san Buenaventura que intervinieron en el concilio. Aun así, la obstinación de los pueblos latino y griego impidió que la Iglesia perseverase en la unidad. Finalmente, la caída de Constantinopla en 1453 junto con el poder imperial protector del patriarcado agravó la situación y la perpetuó hasta hoy.
La consecuencia de esta sucesión histórica en la Iglesia en nuestro tiempo es la evidencia de que la unidad no sólo se ha visto rota con hermanos cristianos que niegan la única fe, sino también, escandalosamente, con cristianos que, con la excepción de breves cuestiones teológicas y jerárquicas, comparten nuestra fe católica. Es más, las Iglesias ortodoxas, como las solemos llamar, poseen la verdadera y eficaz presencia de la gracia divina en sus ritos y en su sacerdocio, lo que hace más duro contemplar que hay una verdadera división visible en la única Iglesia de Cristo.
En nuestros días, el número de cristianos ortodoxos ronda los 250 millones de personas y se extienden por al menos 12 países, sin contar con aquellos donde no son una mayoría religiosa. Por lo general, son cristianos con un sentido bastante «católico» de su fe, tal como significa, una fe universal. Sin una mala conciencia, se saben desunidos de la gran mayoría de la cristiandad por unos motivos históricos que quedan ya muy lejos y de los que no se les puede responsabilizar, además de por algunas cuestiones doctrinales sobre las que bastaría encontrar lo común.
Como citábamos al principio, el breve Ambulate in dilectione de san Pablo VI marcaba un punto de inflexión en la historia de la Iglesia, y es que después de más de mil años, en él se levantaba formalmente la excomunión a Miguel Cerulario, aquella que dio pie a esta grave herida en la unidad. Decía así el papa que «meditamos en los luctuosos acontecimientos que, tras no pocas disensiones, en el año 1054 dieron origen a una grave situación entre la Iglesia romana y la de Constantinopla. [...] Lamentamos los hechos y palabras dichas y realizadas en aquel tiempo, que no pueden aprobarse. Además, queremos borrar del recuerdo de la Iglesia aquella sentencia de excomunión, y, enterrada y anulada, relegarla al olvido». Este hecho abrió de nuevo el diálogo que, desde entonces, se ha traducido en una constante serie de encuentros entre los papas y los distintos patriarcas, con la caridad propia de los hijos de la única Iglesia.
Puesto que es difícil condensar toda la información relevante al respecto en la extensión breve de estos artículos, dejaremos para otras semanas distintos asuntos concernientes a las iglesias de oriente, inaugurando una breve serie en la que abordaremos los aspectos teológicos de la distinción con estas iglesias, su situación particular en nuestros días y el proceso del ecumenismo y la relación de Roma con ellas. Sirva, de momento, este artículo para introducir la cuestión y dar a conocer la presencia de estos hermanos cristianos en el mundo.
San Pablo VI terminaba este breve mostrando una desbordante alegría: «nos llenamos de gozo porque en este mismo día, en que nosotros aquí, en Roma, llevamos a cabo este gesto de caridad, se hace otro tanto en Constantinopla, llamada la nueva Roma [...]. Dios clementísimo, autor de la paz, colme este buen mutuo deseo de buena voluntad y conceda que este público testimonio de fraternidad cristiana aproveche para su gloria y sea de utilidad para las almas». Está claro que no habrá unidad sin dos exigencias indispensables: la buena voluntad de ambas partes movida por la caridad y el auxilio divino que, además de por muchas otras disposiciones, alcanzaremos ante todo por medio de la oración. Por ahora, esta es nuestra primera obligación al respecto, por amor a Dios y a nuestros hermanos.
Por Jesús Molina.