La libertad de la Iglesia

La libertad de la Iglesia


"Santa Catalina de Siena ante el Papa en Aviñón", temple sobre tabla de Giovanni di Paolo.

Recuerdo muy bien cuando visité la ciudad de Siena, hace ya casi cinco años. No sólo se recuerda con claridad por ser un lugar de gran belleza, sino que allí se tiene una experiencia muy particular de la historia en general y de la historia de la Iglesia en particular. Pasear por Siena es como hacer un viaje en el tiempo. Es muy famosa la plaza del palacio público con su característica forma circular, o su singularísima catedral de mármoles blancos y negros que se alternan para crear un efecto de una belleza abrumadora. Admirarse ante cada uno de estos emblemas de la ciudad, uno tras otro sin apenas descanso, es un verdadero traslado a otra época. Uno no puede evitar imaginarse a los personajes de aquellos años de esplendor de las repúblicas medievales italianas paseando por estos lugares. Siena te convierte en uno más de su historia. Y esto resulta sobrecogedor, porque esta ciudad fue el seno de muchos cambios en la historia, y en la historia de la Iglesia en particular, pero más significativamente aún, fue el lugar de nacimiento y vida de Santa Catalina de Siena.

Nos pueden interesar de este personaje tan fundamental para nuestra historia su mística y su espiritualidad tan profundas. Fue una de las santas que más íntimamente vivió la relación con Jesucristo hasta el punto de experimentar un verdadero matrimonio místico con él. Pero para nosotros es más importante comprender la misión a la que Dios la llamó para ser un pilar que apuntalase a la Iglesia en un momento de profunda crisis.

Desde finales del siglo XIII, los papas habían estado sufriendo las presiones del poder de los reyes de Francia, que habían postulado ser más poderosos que ellos en lo espiritual, cosa que el obispo de Roma no podía admitir. Pero, poco a poco, los papas fueron cediendo, ya por comodidad ya por estar a bien con el poder político, acabando en la funesta situación en la que los papas residieron durante más de 70 años en la ciudad francesa de Aviñón. Clemente V se mudó allí en 1309 y él, además sus seis sucesores siguientes, habitaron allí a merced de las disposiciones del monarca francés. La Iglesia estaba secuestrada por el poder creciente del Estado.

Muchos cristianos de recta intención sabían que esta situación era inaceptable, y así lo hacían saber públicamente. De hecho, la mitad de los reinos europeos estaban en contra de esta situación. Y esta opinión se canalizó, por disposición divina, en la persona de Santa Catalina. Desde una profunda convicción de su vocación, comenzó en el año 1370 a escribir a numerosísimos personajes públicos e influyentes que pudieran ayudarle en su misión de extender por toda la cristiandad el clamor que pidiera al papa el regreso a Roma.

Y, como las obras de Dios son imparables cuando se coopera con ellas, tan sólo siete años después el papa Gregorio XI regreso a Roma recibido por el cariño de los cristianos de la ciudad eterna.

Sin embargo, esta historia no acaba aquí. Tan adictos al poder eran los reyes de Francia que auspiciaron, a la muerte del papa un año después de su regreso a Roma, la elección clandestina de un papa ilegítimo que continuase la residencia en Aviñón. Fue el comienzo del archiconocido Cisma de Occidente, que se alargó casi 40 años más. Desgraciadamente, Santa Catalina murió tres años después del regreso de los papas a Roma, conociendo los comienzos de esta triste situación. Pero, como Dios guía a su Iglesia, finalmente Europa se libró de una calamidad como esta que podría haber derivado en divisiones muy graves, ya no sólo religiosas, sino también sociales y políticas.

Hoy, día en que celebramos la fiesta de Santa Catalina de Siena, que es patrona de Europa, es un buen día para recordar no un lugar remoto o una comunidad concreta como solemos hacer en esta sección, sino un aspecto muy importante que posee la Iglesia Católica. A lo largo de su historia, el papado ha sufrido innumerables agresiones por parte de los hombres poderosos de todas las épocas. Esto es así porque, por disposición de Cristo, el obispo de Roma es su Vicario para la comunidad universal de los creyentes. No hay autoridad espiritual para los cristianos igualable o superior a la de su santidad el papa en este mundo. El mandato recibido de San Pedro de «obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29) es una exigencia moral para los cristianos. Por supuesto, no queremos decir que el papa sea una autoridad equiparable a Dios o a la conciencia, que es su voz en el hombre, pero ningún poder político, social, económico o intelectual debería jamás marcar el itinerario de nuestra vida como creyentes. Nuestros deberes como cristianos están por encima de nuestros deberes como ciudadanos, lo cual es posible porque un buen cristiano es siempre un buen ciudadano. Ahora bien, la Iglesia necesita de una irrenunciable independencia de los poderes seculares. Es por esto que vemos que hasta hoy llega la necesidad de que el papa no sea súbditos de ningún poder político, de ningún Estado. Está claro por qué era tan importante para Santa Catalina y sus contemporáneos el regreso del papa a Roma. Desde luego, no era una cuestión meramente tradicional o ceremoniosa. El papa posee su propio Estado como necesidad de protegerse del poder arbitrario de los hombres.

En el día de hoy no habrá mejor reconocimiento de la lucha incansable que llevó acabo Santa Catalina de Siena que rezar por la libertad de su santidad el papa, para que ninguna influencia de los poderes del mundo, ni política, ni económica, ni ideológica, pueda hacerle desviarse de su misión. Necesitamos más que nunca la fuerza de la oración y la firmeza de nuestras conciencias para resistir los poderes del mundo que nunca se han llevado bien con una Iglesia libre que se sabe moralmente superior.
 
 
Artículo Anterior Artículo Siguiente
Christus Vincit