Indignación e hipocresía

Indignación e hipocresía

 
Parroquia de San Francisco en Owo, Nigeria, tras la masacre ocurrida el pasado 6 de junio.

Hace ya casi un mes ocurrió una impactante desgracia en los Estados Unidos. La noticia dio la vuelta al mundo. Un joven de apenas dieciocho años había entrado sin mayor problema en un colegio de primaria de Uvalde, una localidad al sur de Texas, y, yendo fuertemente armado, disparó a sangre fría contra decenas de personas, se atrincheró en una clase y asesinó a veintiuna de ellas, de las cuales diecinueve eran niños de diez años. Las dos restantes eran profesoras que intentaron en vano, a precio de su vida, salvar las de los pequeños. Se trató de una tragedia que no podemos explicar por lo terrible de las circunstancias. Resulta tan inhumano que algo así pueda siquiera suceder que incluso es difícil imaginarlo. Todos acabamos consternados, y aquel país americano se vio envuelto en un terremoto político a cuenta del debate sobre el control de armas abierto por este suceso, que además sólo era el último de más de doscientos de la misma naturaleza en lo que va de año, aunque de menor envergadura. Estaba claro que el problema es crónico en los Estados Unidos.

La avalancha de reacciones recorrió todo el mundo, como era lógico esperar. De este a oeste conocimos lo sucedido, muchas caras se tiñeron de tristeza y muchas oraciones se elevaron por las almas de las víctimas, de entre las cuales las dos profesoras eran además católicas comprometidas en sus respectivas comunidades. Fue para todos desgarrador a la vez que muy bello contemplar cómo gentes de todo el mundo se unían en mensajes de apoyo y reconocimiento a las víctimas.

Y desgraciadamente, poco después, volvió a ocurrir. El pasado día 6 un grupo de hombres asesinaba por puro odio a cincuenta personas de una forma brutal. Mientras estaban reunidas aprovecharon la situación para, dejándolas indefensas y sin dejarlas escapar, disparar violentamente contra ellas provocando una masacre como pocas se recuerdan en los últimos años. Las imágenes llegaban y el panorama era desolador. Pasillos, bancos y objetos personales regados de sangre, familias desgarradas de dolor por las pérdidas, en muchos casos múltiples, de sus seres queridos, en algunos casos también niños y familias enteras. El suceso fue repugnante. Pero, después de conocer lo sucedido, más repugnante fue lo que ni yo mismo esperaba. El mismo domingo en que ocurrió este hecho lo conocimos por las noticias. Después de aquel día, en televisiones, redes sociales, periódicos, medios de comunicación… sólo había silencio. A lo sumo alguno volvía a opinar sobre el caso ya más que resuelto de Uvalde. ¿Qué diferencias podía haber, además de la especial brutalidad de este segundo suceso trágico, además de la especial brutalidad de este mismo? Seamos cínicos por un momento, como el resto de occidente.

En primer lugar, la masacre ocurrió en Nigeria. Parece ser, y así lo sentimos, que no impacta tanto una tragedia así si no ocurre en un país que consideramos próspero y rico, y esto tiene sentido. Pensamos que no es usual encontrarse con sucesos como este en Europa -salvando la guerra en curso- o América, y por eso nos resulta chocante. Pero nada más lejos de la verdad. Vivimos en países especialmente pacíficos. Gracias a Dios, es cierto, pero la paz es la excepción, no la norma. No olvidemos que los tiroteos masivos en Estados Unidos son un problema crónico.

En segundo lugar, y más gravemente aún, el tiroteo ocurrió en una parroquia durante la misa de Pentecostés. Cuando las víctimas son cristianos, nuestros hermanos, parece que nos hayamos acostumbrado al hecho de que sean perseguidos.

Por un lado, está todo el occidente acomodado. Aún recuerdo cuando hace un par de años hubo incluso manifestaciones en toda Europa porque un hombre negro había fallecido en Estados Unidos a causa de una desproporcionada acción policial que ya fue castigada por la justicia. Todo occidente, rebosante de una asquerosa superioridad moral, arreciaba en contra del racismo. Y ahora son cincuenta de nuestros hermanos en Cristo, también negros, los que han muerto por una genuina atrocidad y no oigo a nadie en la calle salir a gritar por el fin de la violencia contra los cristianos. Nina Shea, abogada de derechos humanos y experta en libertad religiosa en el Instituto Hudson, declaró el día del suceso que los ataques de guerra contra católicos y otros cristianos están aumentando en Nigeria. «Esta masacre en una iglesia llena de feligreses dominicales es una atrocidad que hemos visto repetidamente en el norte de Nigeria a lo largo de los años. Eso fue obra de extremistas islámicos», dijo. Pero nos da igual, porque eso no vende, no nos permite abroncar a nadie por “cristianófobo”, porque lo que se lleva ahora es abroncar a los cristianos por muchos otros pecados contra la estupidez posmoderna.

Pero, por otro lado, estamos los cristianos. Por supuesto, la respuesta no es salir a romper escaparates. Ni contra esto ni contra nada. Pero, desde luego, hemos olvidado a nuestros hermanos. Se encuentran sumidos en una violenta encerrona contra ellos, y lo menos que merecen es nuestra oración y todo el apoyo real que les podamos proporcionar, porque se lo han ganado por el testimonio que han dado con su sangre. Ahí están instituciones como Ayuda a la Iglesia Necesitada que se encuentran en primera fila para ayudarles. No los podemos olvidar. Muchos ya están ante Dios Padre intercediendo por nosotros.
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