Theotokos

Theotokos


Mosaico en la Catedral de Cefalú, Sicilia.

En los primeros siglos del cristianismo, en el contexto de un Imperio Romano que primero fue hostil, pero luego sirvió de sustento para la propia Iglesia, las cuestiones doctrinales no eran ningún asunto menor. Dada la importancia de la fe en la vida social a partir del siglo IV, cuando el Imperio se encaminaba hacia su cristianización total, cualquier disensión en cuestiones de fe podría significar una ruptura social e incluso política que amenazase incluso al mismísimo poder imperial. Pero antes de esto, está claro que las cuestiones doctrinales no eran ni mucho menos lo primero que la Iglesia debía atender cuando se veía perseguida constantemente por enemigos tanto en lo político como en lo religioso. Sin embargo, nunca faltaron herejes y cuestiones sobre la verdadera fe. Existen discusiones sobre el contenido de la revelación desde el primer tiempo apostólico, y la Iglesia debió enfrentarlas desde entonces, a pesar de que tenía que enfrentar problemas mucho mayores. Es por eso que, cuando dejó de ser perseguida a partir del Edicto de Milán del emperador Constantino, en el año 313, la jerarquía eclesiástica comenzó a atender con mucha más profundidad y atención los problemas teológicos, porque ya lo que se veía amenazado no era la vida de la Iglesia, sino su unidad. Así las cosas, si comprendemos bien la historia en aquellos años, entenderemos por qué las discusiones sobre lo que nos parecen detalles mínimos en la doctrina podían ser tan importantes y tan acaloradas, y es que la misma supervivencia de la Iglesia estaba en juego.

El siglo IV fue para las cuestiones trinitarias. Los principales herejes de este siglo pusieron en cuestión la naturaleza de las personas divinas, la divinidad de Cristo, la naturaleza misma del Espíritu Santo, etcétera. No faltaron detalles en las negaciones de la verdad revelada, y como respuesta nunca faltaron las declaraciones por parte de la Iglesia para definir con toda autoridad la doctrina verdadera. El principal problema para la Iglesia de aquel tiempo fue el arrianismo. Según aquella doctrina, difundida por el presbítero alejandrino Arrio, el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, no sería Dios sino una criatura creada por Dios al principio de los tiempos; no sería eterno. O lo que es lo mismo, para Arrio, Jesucristo no es Dios. El problema de esta doctrina no fue la negación explícita de la divinidad de Cristo, sino la extensión de la misma por toda la cristiandad. Llegó incluso un momento en que se temió que toda la Iglesia fuese convertida al arrianismo, y por eso hasta el emperador tuvo que intervenir. Fue el mismísimo Constantino quien convocó el concilio de Nicea para aclarar las cuestiones trinitarias y definirlas de una vez por todas. También, más tarde, el emperador Teodosio I hizo lo propio con el primer concilio de Constantinopla, donde se zanjan estas cuestiones. Eso sí, todo se resolvió sobre el papel, pero el arrianismo perduró.

Por otro lado, el siglo V se dedicó a las cuestiones cristológicas, la teología sobre la persona de Jesucristo. En ese momento, además, con el cristianismo ya más que asentado como elemento de cohesión social y política del Imperio Romano, sobre todo en Oriente, los problemas teológicos, por mínimos que fueran, si se extendían y causaban división podían ser un problema de primer orden. Y no digo que el emperador y el poder político fueran quienes tuvieron la última palabra en la resolución de estos problemas religiosas pues, llegados a este punto, los obispos, y en particular el de Roma, jugaban un papel fundamental para la legitimidad de los concilios y de cualquier otra declaración doctrinal de autoridad. Sin embargo, sería históricamente absurdo decir que el poder del imperio no tuvo nada que ver en esto.

En todo este contexto, apareció a principios de siglo otra herejía propuesta por Nestorio, según la cual Jesucristo, el Verbo de Dios, no es una persona con dos naturalezas, sino dos naturalezas tan separadas y distantes que constituían dos seres diferentes, uno humano y otro divino. Para Nestorio, existía un Verbo de Dios y un Cristo, dos entes diferenciados y separados, ya que seguramente no concebía la indignidad que supone unir hasta las últimas consecuencias las naturalezas humana y divina en una sola persona. El error, por supuesto, estaría en pensar que esto es una indignidad. Nuestra salvación procede de la Encarnación, el misterio por el que Dios se ha hecho hombre y ha unido para siempre lo divino y lo humano. Nada más noble que esto. Y, sin embargo, la consecuencia más notable de la doctrina de Nestorio fue la referente a la Virgen María. Si en Cristo hay dos personas, una divina y otra humana, y María es la madre de Jesús según la carne, y entonces María no es madre de Dios. Curiosamente, eso fue lo que desató la furia del pueblo. Pocas cosas hicieron mella en la fe cristiana de aquel tiempo como este atentado a la dignidad de la Virgen. Los que permanecieron católicos en los alrededores de Constantinopla, donde se encuentra la ciudad de Éfeso, montaron en cólera y esperaban de los padres conciliares, los que se reunieron allí para celebrar el siguiente concilio en el año 431, que está afrenta fuese reparada.

Y así fue. Con menos de un mes de deliberaciones quedó claro a ojos del concilio de Éfeso que, siendo Cristo una sola persona en la que existen dos naturalezas, divina y humana, es también Dios y María es su madre. María es Madre de Dios, Theotókos en griego. Fue en aquel momento cuando comenzó para la Iglesia la teología sobre la Virgen María. No digo con esto que la devoción por la Virgen María tardase cuatrocientos años en aparecer, porque desde el primer momento de la Iglesia ella fue el faro que orientó a los apóstoles y a sus discípulos en la fe. Sin embargo, fue aquí cuando la Iglesia hizo por primera vez una declaración formal sobre su fe en la persona de la Virgen. Para nuestra fe cristiana, toda la eminencia que la Virgen posee es en virtud de ser eso mismo, Madre de Dios.

Los católicos profesamos sobre la Virgen María cuatro dogmas fundamentales. A saber, que es Madre de Dios, que es perpetuamente Virgen, que fue preservada del pecado original desde su misma concepción y que fue asunta a los cielos en cuerpo y alma. Hace poco hemos celebrado la Inmaculada Concepción de María, el tercero de estos dogmas proclamado por el beato papa Pío IX en el año 1854, y podría parecer que es de los más importantes por la gran devoción que tenemos a este misterio. Sin embargo, no conviene olvidar que todo lo que Dios concede lo hace en virtud de una misión, de una vocación. La de María fue ser madre de Dios, y en atención a esta misión recibió todos estos dones de Dios. Y nos conviene saber esto porque nuestros hermanos cristianos que no son católicos, y sobre todo los protestantes luteranos, nos acusan de una suerte de idolatría hacia la Virgen María y en menor medida hacia los santos, y es que piensan que los vemos como privilegiados de Dios, como si fueran otros pequeños mesías a los que adorar. Si son privilegiados de Dios, y la Virgen María lo es más que nadie, lo son en atención a Cristo, gracias a Él y para su gloria. Ninguna de las gracias que la Virgen María ha recibido tiene sentido si no es para ser Madre de Dios, para que en su misión fuera la más perfecta. Recordemos que a María no solo se le ha encomendado ser la Madre de Cristo, sino también la Madre de la Iglesia. La Virgen tiene la misión de cuidar de la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Ella es la primera que ha creído, y como tal nos guarda todos en la fe.

Creo que es de necesidad tener en nuestro corazón a la Virgen en estos días. Se acercan los días en que celebramos el misterio de nuestra salvación, cuando Dios por fin viene al mundo y habita con nosotros. No es posible esperarlo si no es de la mano de la Virgen. Ella es la primera que espera, la primera que tiene fe, porque es la primera que confía en Dios sin ninguna reserva. Esperamos la salvación, y ella ha sido la puerta de nuestra salvación. Le debemos a la Virgen todo y más, pero siempre recordando que la gloria siempre es para su hijo. Así lo ha dicho siempre la Iglesia y así lo quiere ella misma. Ojalá que tengamos unos días de verdadera profundidad en la oración en compañía de María en la espera del Salvador.


Por Jesús Molina.

Artículo Anterior Artículo Siguiente
Christus Vincit