La cuaresma es tiempo de conversión. Esta es una
frase que muchos estarán muy cansados de escuchar, entre los que me cuento yo
mismo, y es que, cuando llega la cuaresma, es muy común oír eso mismo en las
predicaciones y charlas. Cualquiera a quien le pidamos que nos explique en qué
consiste la cuaresma recurrirá a decir eso: la cuaresma es tiempo de
conversión. Y no es falso. En la Pascua, dentro de un mes, celebraremos el
misterio de nuestra salvación, la muerte y resurrección de Cristo en las que
hemos sido salvados de nuestros pecados. Precisamente por la naturaleza de la
salvación necesitamos hacer memoria y penitencia por nuestros pecados para que,
cuando llegue la Pascua, estemos muy bien dispuestos a recibir una gracia tan
grande de Dios. Un corazón arrepentido es mejor tierra para plantar la
salvación que uno soberbio. Por eso es cierto: la cuaresma es tiempo de
conversión. Pero, ¿qué es la conversión?
Hay muchos cristianos que se encuentran con la
cuaresma como un tiempo en el que hacen propósitos, trabajan por cumplirlo y piden
a Dios ser mejores. Eso es esencialmente convertirse, pasar de un estado a
otro, del pecado a la gracia, de las malas costumbres a la vida sobria y
piadosa, en términos más tradicionales. Sin embargo, muchos otros observan la
cuaresma igual que una vaca mira cómo pasa el tren. Oyen el Evangelio, atienden
a la llamada directa de Cristo en estos días a la conversión, pero nada de eso
se transforma en realidad, y en la realidad es donde ocurren las cosas, también
la conversión. Pongamos un ejemplo pagano de nuestro tiempo. Cada vez que
termina el mes de diciembre y comienza el de enero, muchas personas hacen lo
que han dado en llamar propósitos de año nuevo, como si cambiar un número en
nel calendario significase necesariamente un cambio de vida por una causa que
desconozco. De hecho, nadie que se tome muy en serio los propósitos de año
nuevo lo hace por otra causa que no sea por sí mismo. Y, sin embargo, son muy
pocos los que se los toman en cero. Es casi un meme decir que los propósitos de
año nuevo están para no cumplirlos. Pues bien, los propósitos de cuaresma son
algo así como los de año nuevo para muchos cristianos de hoy. Primero,
entienden que en su vida hay algo que deberían mejorar. Luego, se lo proponen.
A continuación, hacen algún pequeño esfuerzo por cambiar esa conducta o hábito
y, al final, si lo consiguen, se alegran levemente, si es que no regresan
pronto a su vida pasada. Y en todo este proceso, Dios no está ni se le espera.
En el siglo XVI, los teólogos, y principalmente los
españoles, se preguntaban cómo actúan la gracia y la libertad en la salvación
del hombre. La cuestión era sencilla: o bien la salvación depende de la gracia
de Dios, y así Dios escoge y dispone a placer de la salvación de los hombres, o
bien esta depende de las obras que los hombres hacen, y así los buenos se
salvan y los malos se condenan. Lutero
lo resolvió muy fácilmente diciendo que todo depende de Dios. No importan tus
obras ni tus conversiones; si Dios te quiere salvar, te salvas, y si no, ya
sabes, mala suerte. Sin embargo, los católicos de la Escuela de Salamanca, a
diferencia de Lutero y los protestantes, discutían seriamente sobre esto. Si
bien es cierto que estos teólogos discutieron a cuenta de este asunto por
detalles muy precisos, sí que hay que reconocer que aquellos detalles eran
fundamentales para comprender cómo se realiza la salvación de los hombres y qué
peso tienen sus obras buenas y malas en su destino eterno. Si la salvación
depende sólo de Dios, ¿para qué ser bueno? Y si depende sólo de las obras,
¿cómo puede el hombre salvarse a sí mismo? Ninguna de las dos explicaciones es
satisfactoria y, por tanto, hay que comprender el misterio de la salvación de
forma muy precisa. La libertad y la gracia cooperan y, aunque la gracia es anterior
a la libertad, porque Dios siempre tiene la iniciativa, el fin de la salvación
nunca se dará al margen de la persona. Dios es quien te salva, pero no si tu
colaboración. En palabras de San Agustín, el Dios que te creó sin ti no te
salvará sin ti.
El trabajo que realizaron los teólogos jesuitas y
dominicos de la Escuela de Salamanca para comprender estos misterios y que hoy
el gran público desconoce fue fundamental para la teología católica y también
para comprender cómo se realiza la conversión en nuestra vida. Podemos ver que,
conociendo estas dos tendencias extremas, existen cristianos que afrontan este
tiempo de cuaresma, y toda la vida, imbuidos de algunos de esos dos espíritus
erróneos. Por un lado, están los que lo dejan todo a Dios, es decir, los que no
hacen nada. -Dios me salvará-, se dicen, -ya llegará la Pascua, no hay nada que
cambiar-. Por otro lado, están los que lo hacen todo depender de sí mismos.
-Debo cambiar tal cosa-, se dicen, -debo esforzarme, mi futuro está únicamente
en mis manos, voy a ser mejor-. Y al final cavamos con los cristianos en
cuaresma o acomodados en el sofá viendo pasar un tiempo de gracia o motivándose
con frases de Mr. Wonderful, y ninguno se convierte. Para convertirse no puede
uno convertirse a sí mismo. Dios convierte, Dios salva. Y la teología que se ha
desarrollado a lo largo de los siglos en torno a este asunto no da la pista.
Gracias a aquellos maestros que consolidaron la doctrina de la gracia y la libertad
como colaboradoras en la salvación del hombre, podemos tener esperanza en Dios
y en nuestras buenas obras. ¡Hay que esforzarse! El tiempo de cuaresma es
tiempo de conversión, y por eso no podemos estar quietos. Hay que conocer
nuestros pecados, deficiencias y debilidades para saber marcarnos propósitos
concretos en los que realmente podamos trabajar. Sin embargo, no hay que
olvidar nunca a Dios. Todo empieza por pedir que en esos pequeños propósitos Él
nos cambie. Ningún esfuerzo da fruto si no es con Él, y mucho menos en el alma.
Es por eso que nos pueden parecer inútiles las prácticas cuaresmales como la
oración, el ayuno o la limosna, porque no tenemos fe. Si la tuviéramos
sabríamos que por medio de esas obras de libertad y esfuerzo Dios actúa para convertirnos
a nosotros y a los demás, para santificar. Todas las penitencias son eficaces,
pero sólo con la gracia de Dios.
Es un buen momento para recordar a los dominicos de
la Escuela de salamanca que, con su fina pluma y firme doctrina, nos dieron a
entender cómo se salva el hombre gracias a sus buenas obras, colaborando con la
gracia de Dios. Al fin y al cabo, lo dice Santiago el Menor en su carta que,
por razones que sospecho, Lutero excluyó de la Escritura: «Tú tienes fe y yo
tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te
mostraré la fe» (St 2, 18).