En Europa y Norteamérica, por lo general, es fácil encontrar personas que se avergüenzan de su fe. Quizá no en el sentido más estricto, pero sí que hay muchos que, al menos, prefieren no hablar abiertamente de sus creencias. Y no hay que limitarse a los católicos para poder apreciar este fenómeno, sino que esto ocurre en muchos de los países de tradición cristiana, aunque también en otras partes del mundo. Podemos explicar esto desde distintas perspectivas y con opiniones muy diversas, intentando saber por qué, y seguramente todos tendríamos algo de razón. Una de las causas principales, a mi parecer, es que percibimos que la sociedad en estos lugares no ve atractivo alguno en los compromisos religiosos de los cristianos. O al menos eso creemos. Al parecer, tendemos a pensar que nuestros cercanos verán en nosotros algo incomprensible y nos juzgarán como una suerte de seres excepcionales, participantes de un fenómeno residual, que nos convertirá para ellos, en mayor o menor medida, en causa de ciertas formas de desprecio. En definitiva, pensamos de alguna manera que, como nuestra fe no es atractiva, a los demás les resultaremos extraños, y así acabamos paradójicamente predicando de nosotros mismos aquellos juicios que intentamos evitar que emitan los demás. Sin embargo, toda esta- pirueta lógica que interiorizamos sin pensar demasiado tiene un origen profundamente erróneo.
La Iglesia en Europa es tan antigua como el propio cristianismo, pero no sólo aquí. Conocemos, por ejemplo, la presencia histórica de cristianos en la India desde el siglo I, y la tradición remonta su origen a la predicación del apóstol santo Tomás antes del año 60, que habría llegado hasta estas tierras tan distantes de Palestina como nuestra propia España. La Iglesia no sólo se lanzó a la evangelización hacia el oeste, sino también hacia la salida del sol.
Pues bien, en la India hoy viven alrededor de 28 millones de cristianos, de los cuales más de 17 millones son católicos. Si bien es cierto que no es una religión mayoritaria, ya que la población de este país es inmensa, no podemos negar que la presencia de la Iglesia sea relevante. Los sucesores del apóstol Tomás aún conservan la Tradición que él mismo predicó.
Es cierto también que, a lo largo de los siglos, esta comunidad cristiana sufrió la distancia con el centro del catolicismo, con lo que en varias ocasiones se extravió de la unidad de la Iglesia. Sin embargo, todos tenemos en mente al impulso evangelizador que, en la era de los descubrimientos y la navegación, alcanzó las costas de la India de mano de misioneros hispanos que se embarcaban en las expediciones portuguesas por el Índico. Uno de estos misioneros, que renovó, y en muchos casos inauguró las comunidades cristianas en Asia, fue san Francisco Javier, cuya devoción se conserva con intensidad en la India, donde descansan hoy sus reliquias, en la antigua ciudad comercial portuguesa de Goa.
Ahora bien, estas sociedades son muy beligerantes contra cualquier novedad religiosa. La india, por ejemplo, es una sociedad de tradición hindú profundamente arraigada, en la que más de tres cuartos de los habitantes practican esta religión. Es obvio que, todavía hoy, la Iglesia no tiene una presencia capital en sus sociedades, y aun así se mantiene y crece. Por eso lo que nos muestra la realidad es que, al contrario de los que nos parece, nuestra fe es siempre nueva, siempre atractiva, pero nunca arraiga con el beneplácito de las sociedades establecidas. El anuncio de Cristo remueve los órdenes establecidos y produce hostilidades y, aun así, muchos se convierten porque, en realidad, nuestra fe es apasionante. San Francisco Javier encontró el rechazo de los jefes hindúes en Goa, la oposición y el desprecio de las autoridades del Japón y la persecución masiva en Ceilán, entre otras muchas tribulaciones, pero su predicación arraigó en las decenas de miles de personas a las que bautizó y que inauguraron nuevas comunidades cristianas por todo el oriente, porque inflamó con su pasión por Jesús las almas de aquellos a los que conoció. No parece, por tanto, que la hostilidad de las sociedades, o de las autoridades la mayoría de las veces, sea siquiera capaz de frenar el avance del mensaje salvador de Jesucristo.
La consideración de nuestros hermanos tan lejanos en el espacio y tan cercanos en la caridad nos exige, por tanto, olvidar la absurda idea de que la indiferencia de la sociedad en que habitamos sea una excusa para frenar nuestro impulso apostólico, el mismo que movía a san Francisco Javier con una ardiente pasión y a tantos otros evangelizadores a lo largo de los siglos. No hay cabida para el silencio mediocre de muchos cristianos de hoy, porque la hostilidad nunca ha cesado contra la Iglesia. No es cosa de hoy, sino de hace mucho, porque es el mismo Jesús quien es «como signo de contradicción» (Lc 2, 34) ante los pueblos. No hay nada de nuevo en la persecución. Miremos la realidad, salgamos de nosotros, porque en verdad hoy somos más libres que nunca. Avancemos pues el mensaje de Cristo más libremente que nunca.
Por Jesús Molina.