El Papa Francisco reza en la Basílica de la Natividad de Belén.
Los cristianos estamos ya un poco cansados de aquello de que Cristo no nació en invierno. ¿Y qué? Nos da lo mismo.Pronto celebraremos el nacimiento del Salvador, y la Iglesia ha escogido desde el principio de su historia los últimos días del año (los primeros para el calendario romano de los primeros siglos después de Cristo) para conmemorar este hecho trascendental. Lo importante de estos días es recordar y vivir la Natividad de Jesucristo según la carne. Por su venida nos trajo la salvación, y este año, uno más, esperamos de Él que venga a las vidas de cada uno de nosotros para salvarnos, en nuestras circunstancias concretas en las que luchamos por serle fieles.
Ahora bien, hay algo que sí conocemos del momento histórico más significativo de nuestra historia, que es el dónde. De nuevo contestarán los quisquillosos que no está claro que fuera en Belén, cosa que desde aquí no cuestionamos en absoluto. Lo seguro e innegable hoy para la historiografía es que fue en Palestina, en la provincia romana establecida en la costa del extremo oriental del Mediterráneo, la antigua tierra de Israel. Y aquella tierra aún la tenemos. Cada año millones de peregrinos, no sólo católicos y no sólo cristianos, visitan Tierra Santa, los lugares sagrados de la tierra en la que nació, se crio, creció, curó enfermedades, perdonó pecados, predicó el Reino de Dios, murió y resucitó el Señor. Y no sólo motivados por esto. Tierra Santa es el lugar sagrado central para cientos de millones de creyentes, de una confesión u otra, y para los cristianos es especialmente relevante en lo que toca a nuestra fe.
La fe cristiana es la fe de la encarnación, la que nace de la convicción de que Dios, motivado por su infinito amor a los hombres, aun habiendo sido infinitamente ofendido por nuestros pecados, asumió y vivió la misma naturaleza humana y todas sus circunstancias, excepto esa tragedia del pecado. Creemos que Dios no ha permanecido ajeno a nuestra vida, sino que se ha abajado al máximo para experimentar lo que nosotros hasta la muerte. Es por esto que los cristianos, y en especial los católicos, no despreciamos la realidad, no obviamos el mundo natural como si fuese algo malo contrapuesto al mundo espiritual o de las ideas en el que todo es de color de rosa. El mundo y lo que hay en él no es malo, no sólo porque Dios lo ha creado, sino porque, hecho hombre, ha nacido, ha vivido, ha muerto y ha resucitado en él. Muchas cosas escandalosas para algunos cristianos «puros» (entiéndase el sarcasmo) se derivan de este hecho: la sociedad no es mala, la humanidad no es mala, ni la diversión, ni el descanso, ni la naturaleza, ni el trabajo -ningún trabajo honrado- y, si me apuran, ni siquiera la muerte. Con la encarnación, Dios ha hecho de todas estas realidades un medio de santidad si las llenamos de amor. Sólo el pecado es una tragedia para los hombres, y sólo este es la causa de los desórdenes en nuestro mundo. El cristiano católico que alardea de tal nombre no puede despreciar al mundo hablando de él como si fuera el lugar del que brotan todas las perversiones, porque su Dios vivió en ese mundo perverso para renovarlo a su propia imagen. El católico debe amar al mundo, y hacerlo apasionadamente.
Por eso, si hoy miramos a la tierra dónde la paz bajó del cielo para desbordarse sobre un mundo oscurecido, algo nos desconcierta. A día de hoy, gran parte de la Palestina moderna está en situación de conflicto grave. Los nacionalismos exacerbados y las pasiones políticas unidos a una explosiva mezcla de sentimientos raciales y sed de poder han convertido a la tierra de la paz en un sinónimo de guerra para nuestro tiempo. Millones de personas sufren las consecuencias de una guerra interminable que se arraiga en la tierra donde la misma Bondad en persona caminó curando enfermos junto a sus discípulos. Por parte de la Iglesia católica, desde tiempos medievales y gracias a la inteligencia diplomática y a la caridad de san Francisco de Asís, aún son los Franciscanos los encargados de la custodia de estos lugares. Ellos mismos, con amplio sentido ecuménico, colaboran mano a mano con autoridades de otras confesiones cristianas y no cristianas por la preservación de los lugares significativos para la fe de millones de personas en una tierra en la que son constantemente amenazados, además de hacerse cargo de la atención y acogida de peregrinos de todo el mundo. Gracias a este privilegio con profunda raíz tradicional, la Orden de los Hermanos Menores de San Francisco realiza un trabajo encomiable por el que toda la Iglesia les debe mucho; al menos, incesante oración y sostenimiento material.
Si bien todas las semanas proponemos un objeto de oración por alguna parte de la Iglesia, hoy recomendamos no olvidar rezar por la paz, que nunca será en ningún sentido colectiva si no empieza por realizarse en cada uno de los individuos, en cada uno de nosotros. Ojalá que Dios nos conceda que, por la venida de su Hijo, del lugar de donde nos vino la paz a nuestros corazones, brote para siempre la paz para toda la humanidad.
Feliz Navidad y próspero año nuevo.