Cuando el archiconocido filósofo René Descartes fue reclamado, a finales de 1694, por la reina de Suecia para instruirla intelectualmente, no dudó demasiado en emprender el viaje. Mirando atrás, debería habérselo pensado dos veces, porque en cuestión de cinco meses, hasta donde sabemos hoy, el frío sueco acabó matándolo de neumonía. Pero, dejando de lado los caprichos de la historia, nos interesa hoy conocer la figura de esta reina. Cristina de Suecia era una mujer de incontenibles inquietudes intelectuales, al parecer no demasiado apasionada por las intrigas políticas inherentes a su cargo. Más aún, se afanaba en diversos estudios como filosofía, idiomas, teología o astronomía. Era una mujer, según se cuenta, de marcada austeridad y seriedad. Sin embargo, a pesar de estas impresiones, causó controversias importantes en su corte, una de las cuales fue la llegada del filósofo a Estocolmo.
René Descartes, aunque no fuera ningún místico, era católico tanto por su fe como por su origen francés. Esto, en la protestante Iglesia de Suecia, intensamente reformada e intolerante con la disparidad religiosa -como en casi todo el mundo de entonces-, no fue bien recibido. Aún más cuando la reina, por ser esta confesión una iglesia nacional, era la cabeza de la misma. Está claro que esto levantó muchas suspicacias cortesanas. Y no se equivocaron. Tan sólo cuatro años después, después de un largo proceso personal que se remontaba a muchos años atrás, la reina decidió abdicar, para sorpresa de todos sus súbditos, sin dar explicaciones. Poco después, abandonaría su tierra rumbo al sur, hacia Roma. Fue recibida en la Iglesia católica en una capilla en Austria y en Roma por el papa Alejandro VII. Nos podemos imaginar entonces el estupor de la realeza protestante.
Suecia había sufrido la intensidad de la Reforma protestante en el siglo anterior, cuando las presiones políticas que esta trajo obligaron, poco a poco, a exiliarse del país a los obispos que aún no habían sido ejecutados. En 1527, hace ya casi quinientos años, el rey Gustavo I rompió la obediencia a la Santa Sede para colocarse él mismo, cómo no, como cabeza de la Iglesia en el país. Desde entonces, la fe católica ha sufrido los mismos reveses que en los países escandinavos vecinos, donde su extensión es mínima.
La Iglesia católica en estos países se organiza de una forma especial. Desde la ruptura con Roma, las diócesis católicas fueron suprimidas por los distintos poderes de los Estados. Es por esto que la organización jurídica de la Iglesia allí se ha visto irremediablemente interrumpida. Sin embargo, se tardó mucho tiempo en reemprender la labor misionera, no por descuido, sino por los gravísimos peligros que entrañaba esta empresa. En el caso concreto de Suecia, fue ilegal practicar el catolicismo hasta el año 1781, más de 250 años después de la ruptura, cuando fue permitido únicamente para extranjeros. Además, la intolerancia era aquí mucho más férrea que en otros países de la época, ya que incluso fue ilegal abandonar la iglesia nacional por cualquier otra opción hasta el siglo XIX, cuando el país se fue abriendo progresivamente a posiciones más libres en cuanto a la tolerancia religiosa. En este contexto, a finales del siglo anterior, fue creado un vicariato apostólico para toda Suecia, una forma jurídica que, sin constituir una diócesis, permitiría la organización de la Iglesia para los fieles que pudieran vivir en el país. El crecimiento de estos produjo, en 1953, la creación de la diócesis de Estocolmo, que abarcaría todo el país, recuperando establemente la institución eclesial más de 400 años después. Hoy en día son alrededor de 115.000 católicos los que viven en Suecia, aproximadamente un 11% de la población total, en la que hay que contar con un fenómeno de secularización que es claramente de los más avanzados del mundo con casi la mitad de la misma declarada como atea.
Esta semana se celebra en la Iglesia la «Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos», la cual es una oportunidad destacable para recordar no sólo a los cristianos que se encuentran separados de la única Iglesia de Dios, sino a los católicos que, a causa de los motivos que han provocado estas divisiones a lo largo de la historia, sufren el desprecio, la exclusión y el escarnio de sus semejantes a causa de su fe, además de las dificultades propias de la dispersión de sus comunidades y de la lejanía de sus lugares de culto y oración. Estos, con su martirio diario, ofrecen a Dios un sacrificio que clama por la gracia de la unidad universal de sus hijos que confiesan a Jesús. Recordar hoy el ejemplo de personajes como Cristina de Suecia, que no fue una santa a pesar de su arrojo y valentía en su conversión, nos puede ayudar, además de a no olvidar a estos hermanos nuestros en la oración, a reforzar además nuestro testimonio cristiano.
Por Jesús Molina.